Ni la humedad ni el frío acobardaron al siamés del departamento vecino. Apuntando las pupilas hacia aquello que le interesaba, hacía horas que iba y venía sobre el parapeto de madera del balcón. Al aquietarse, apretaba las garras contra la baranda de la balaustrada.
A unos metros estaba Dakota, maullando debajo del escritorio, frotándose contra la alfombra de lana rosa y revolcándose debajo del sillón sobre el que Silvia hacía dos horas que estaba en línea con Lautaro.
Poco antes de que el teléfono la interrumpiera, Silvia había terminado de pasarse crema por el cuerpo dejando un aroma de flores ácidas en el pequeño baño; sobre todo, después de levantar los brazos para ajustarse la coleta en el centro de la cabeza rubia.
Una última gota había resbalado desde la ducha y, al golpear, había sonado en sinfonía con el timbre del teléfono. Ansiosa, Silvia había destrabado entonces el albornoz blanco de la percha del baño y se había abrigado, ocultando sus formas redondeadas.
Segundos después, estaba en un viaje telefónico.
A Lautaro lo había conocido en la librería donde había dejado sus datos. Buscaban una cajera. Apenas se vieron, ella había sentido una exudación fría; tibia, después. Él, malestar estomacal, e, intentando evitar que ella notara que se había mareado, había apoyado la palma de la mano sobre el mostrador, aturdido.
Días más tarde empezó a llamarla, y ella a contestar el teléfono. Durante los primeros encuentros telefónicos, el cuerpo de Silvia se redoblaba hacia atrás de la risa. Le causaban gracia los piropos que él arriesgaba desde el otro lado del aparato, como si fuera un lanzador de béisbol. Con el paso de los días, la espalda de Silvia siguió arqueándose, pero ya no por las carcajadas, que no habían desaparecido, sino porque mientras él le susurraba al teléfono los espacios que imaginariamente le acariciaría, la frotación suave y concreta de los dedos sobre su clítoris estrechaban los músculos de la vagina hasta inducirla a levantar el pubis del sillón para despedirse de sí misma en un viaje interplanetario entre Venus, Marte y Mercurio, donde reinaba la liviandad.
En otras ocasiones, mientras él le contaba a través del auricular del teléfono con qué suavidad la iba lamiendo, ella enrulaba un trozo de pelo lacio haciéndolo rodar una y otra vez sobre el dedo índice. Luego, pasaba el mismo dedo en forma circular sobre la copa de agua que se había servido. Y, al cabo de un rato, se acariciaba los senos con lentitud hasta necesitar arrastrar las manos por la cintura, imaginando que eran las de Lautaro, que resbalaban gustosas sobre ella. Luego regresaba a la vagina, que, con la habilidad de quien la conoce desde muy joven, se ponía dura y tensa; como el sexo de su amante al otro de la línea.
Esa tarde, Dakota, la siamesa, también ardía en celo. Esa tarde, ambas parecían estar sincronizadas. Así que, mientras Silvia reía al teléfono y acariciaba con el pie el lomo tibio de pelo grisáceo de la gata, esta hundía su siamés espinazo y se ponía tiesa, igual que el útero de su dueña durante los espasmos del orgasmo.
El sexo por teléfono, al no llegar a concretarse, se repite más que cuando un cuerpo está sobre otro; posiblemente porque el ejercicio físico desgaste más energías. El uso de la voz para hambrear a los cuerpos, cuando estos no se tocan, exige más esfuerzo actoral y menos esfuerzo deportivo. Así que los clímax de Silvia se sucedían uno tras otro.
Ambos repetían el mismo juego, y ella volvía a pasar la planta del pie sobre la felina, que, más extrañada aún, volvía a hundir la espalda y a levantar la cola hacia un costado. El siamés extranjero, el que vivía al lado, miraba con atención la intensidad creciente con la que Dakota se frotaba contra la pata de la mesa que sostenía el teléfono y escuchaba con desconcierto los gemidos de la dueña. Por momentos, lo humano y lo animal eran casi indistinguibles.
Silvia tenía la costumbre de dibujar y escribir palabras cuando hablaba por teléfono; símbolos y signos sobre cualquier material. Así que, en los intervalos en que no estaba extasiada sino solo hablando, dibujaba objetos simples sobre un papel. En ese momento garabateaba algunas palabras, que solo dejó de escribir cuando tocaron a la puerta. «¡Ohhh!, debe de ser Sergio», pensó.
—Tengo que cortar, ¿sabes? Hablemos mañana —le dijo, y colgó.
Se peinó con las manos y ajustó la larga coleta de caballo que, después de la sucesión de orgasmos, lejos estaba de su centro. Cerró la bata de algodón despacio y caminó hacia la puerta, abriéndola después. Sin saludar a su novio ni besarlo, se dio media vuelta y volvió a ajustar el albornoz, como si temiera que él descubriera una desnudez oculta.
—Pensé que no estarías.
—Sí, no pude salir hoy —respondió de espaldas—. A veces tengo la sensación de que la casa me traga.
—¿Que te traga? Claro, necesitas aire. ¿Cómo va la búsqueda?
—No tan mal. Subí varios currículums a las bolsas de trabajo de algunas páginas web. Es una alternativa… aunque no sé qué tan efectiva es la búsqueda digital.
—A mí nunca me funcionó. También es cierto que la última vez que me quedé sin trabajo fue hace diez años. Pero desconfía de la red; la cosa online no marcha, así que más vale seguirse moviendo de forma personal.
—Mañana voy a salir.
—Mejor. Te va a hacer bien; estás mucho tiempo sola, eso no es bueno. Lo digo por tu bien. Por el de los dos: las cosas están complicadas.
Ella lo miró y sonrió, sin ser consciente de la leve mueca de sorna que asomaba de sus labios. La sensualidad de Lautaro, de sus palabras, repicó en su mente. Recién entonces fue cuando volvió a tomar consciencia de que debía esconder sus sentimientos y recrear una suerte de reproche fuera de tiempo:
—¿Crees que no me importa? Pienso todo el día en eso.
—Bueno. Te recuerdo algunas cosas. Es todo.
—Sergio, Sergio —repitió acercándose a él para desprenderle los botones del tapado negro que llevaba puesto—. Las cosas van a salir bien. Lo prometo —y lo abrazó. Él también la ciñó con sus brazos.
Permanecieron estrechados sin reparar en que, segundos antes, mientras intercambiaban evasivas y presiones, el siamés de ojos azules había entrado a la sala y había llegado al escritorio, a medio metro de Dakota y con las patas firmes encima del papel que Silvia había garabateado durante la llamada telefónica de Lautaro.
—Shhhh, ¡fuera, gato! —gritó Sergio.
El siamés salió disparado empujando en la huida lo que estaba debajo de sus patas. Así fue cómo el papel con estrellas, con corazones y con la palabra Lautaro territorializando la mitad de la página sobrevoló la sala y llamó la atención de Sergio, que siguió el vaivén de la hoja hasta que esta frenó en el piso, mostrando la cara ilustrada.
Los ojos de Sergio se posaron sobre ese nombre. Silvia se agachó para recogerlo y, al levantar la vista, los ojos de él se clavaron encima de los de ella, primero con sorpresa y después con ira; sin reconocerla ni reconocerse.
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