El aire viciado y espeso y un murmullo anodino inundaba aquel local, ya traslúcido por la acumulación de humo. El tiempo goteaba su icor lentamente mientras alguien subía al diminuto escenario sin despertar por ello el interés de los presentes. Se sentó con parsimonia y cogió sus baquetas.
Un ritmo indolente de batería se unió al murmullo generalizado mientras los golpes de platillo revolvían la atmósfera y chistaban pidiendo silencio y atención. Ante la pasividad del público el batería empezó a improvisar y a hacer más aspavientos con los brazos. Así despertó algunos tamborileos en dedos y pies. El silencio empezaba a crepitar.
El sonido del bajo era tórrido, tan grave como una mala noticia, cayendo con aplomo desde abajo sobre el público, que comenzaba a animarse con el ritmo creado entre ambos. Algunos balanceaban la cabeza y se movían con azogue en su silla, esbozando medias sonrisas con dientes amarillentos entre nubes de humo.
Un brillante e histriónico piano surgió improvisando sobre la base rítmica, con un sonido tan crudo como la carne bien servida o la verdad. Los dedos ejecutaban con virulencia sobre las teclas mientras un viejo entendido escuchaba las notas que no se tocaban y asentía para sí mismo. Algunos se levantaron y empezaron a bailar, primero con una tímida cadencia, pero más tarde a un ritmo frenético y desenfadado propiciado por el buen hacer de los músicos.
La catarsis llegó con la entrada de la trompeta, la cual entró en escena elevándose hasta las cotas más altas, con el trompetista vaciándose los pulmones y a carrillos llenos. Cundió una histeria colectiva en toda la sala. Los músicos hacían danzar al público con un demente brillo en los ojos, y se sentían poderosos por ello.
Tras un final de redobles apoteósicos la gente respiró aliviada y pudo volver a sus asientos, y tras desaparecer los músicos del pequeño escenario, el mismo murmullo y aire viciado volvió a inundar el local, para dar paso a una atmósfera desinteresada que no dejaba rastro del rapto colectivo que acababa de suceder.
