La soledad golpea

Martín se sentó a la mesa y aseguró que «estaba harto de la vida y de no tener a nadie». Llevaba puesto un jersey azul y vaqueros, miraba fijamente a su amigo Carlos, a quien se dirigía mientras comían, y le explicaba:

—En casa parece que formo parte de la decoración, no tengo a nadie con quien hablar.

Carlos lo miraba atónito. Estaba abriendo su alma. Hacía tiempo que no se veían, y tampoco eran tan amigos.

—No he encontrado en los últimos años a alguien que me guste realmente para poder salir y construir algo más importante. No tuve suerte. —se lamentaba.

Carlos consideró que por fin le podría decir lo que opinaba:

—Siempre has sido muy orgulloso, pensabas que nadie era bueno para ti y ahora estás solo. Ya vas teniendo una edad y tu cara y cuerpo no son los mismos —le advertía—. No siempre se sale con alguien que emociona. Hay personas que simplemente «ayudan» a volver a reír, vivir y recuperar la ilusión. Después, se puede ser simplemente buenos amigos o, por el contrario, emocionarse aún más —se explayó diciéndole.

Martín parecía que casi no escuchaba y siguió relatando:

—Las comidas se hacen difíciles, día tras día, solo ante el plato: desayuno, comida y cena, sin más compañía que la televisión. Y las noches son más duras aún: le doy miles de vueltas a la cabeza hasta que cierro los ojos.

La comida se estaba desarrollando en el piso de Martín: un cuarto piso de un bloque de edificios con fachada roja, ubicado muy cerca del centro de la ciudad. Contaba con unos 70 metros cuadrados y su distribución era tradicional, al igual que la decoración del hogar. El salón era bastante grande y era donde normalmente celebraba sus comidas. Su amigo le felicitó:

—La comida es estupenda. Siempre me ha encantado cómo cocinas. Espero que un día me des clases —sonrió mirándole a los ojos—. Y respecto al problema que me estás contando, tan solo te falta levantar un poco la autoestima, creer en ti más, arreglarte y mostrarte receptivo. —lo miró haciéndole ver que la solución tenía que partir de él.

A Carlos no le gustaba ese aspecto triste de su amigo. Pensaba que era ese tipo de hombres que se acomodaba en las situaciones malas y se pasaba muchos años rememorando, sin remontar. Casi siempre veía tan solo el lado negativo e incluso cuando salía no disfrutaba; por eso continuó haciéndole entender:

—Por favor, haz algo para cambiar la situación: escucha música, ríe, sueña, ten ilusiones… Si no, ¿qué sentido tiene la vida? Sal a la calle y haz que suceda. ¡Nada viene dado!

La mañana era soleada. Martín vivía en una gran ciudad. Había tenido solo una novia en su vida con la que no se casó por regresar a su país. Entonces tenía 24 años y ella era americana. Martín tomó la decisión de dejar Estados Unidos porque pensaba que, debido al idioma, allí nunca podría ejercer bien su profesión. Tuvieron tres años de relación; el resto, antes, habían sido historias sin importancia. Muchas veces pensaba que se equivocó al tomar esa decisión.

Así, comiendo y hablando, habían pasado la tarde. Y caía la noche. Parecía que ambos amigos pensaban que el momento de despedirse estaba cerca por ese día. Había sido una tarde de reflexión. Martín agachó la cabeza, miró a su amigo de reojo y pensó en todo lo hablado; su mente le decía que le haría caso. Reconocía no haber tenido la mejor vida ni el ánimo alto durante los últimos 20 años. Sin embargo, había decidido no estancarse más ahí. Esa tarde le había venido bien para reflexionar y fortalecer la amistad. Miró a su amigo una vez más, le dio un abrazo y quedaron para verse más a menudo.


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