La sudadera a rayas no estaba bajo la almohada.
Siempre me amenazaste con botarla al tacho de la basura,
que «me quedaba corta de mangas», 
que «parecía un trapo andrajoso»,
y ese día llegó.
Sí, es cierto.
La regalona rayada estaba tan delgada 
que se podía ver a Walter White o leer a Walt Whitman a través de ella. 
Aunque, alguna vez —en sus mejores tiempos— ,
fue el denso capirote que me protegió del frío de tu casa, 
la que golpeó hombros de líberos en la cancha
o la que me ocultó con su capucha de chivatos luceros.
Pero ahora ya no está, solo en las fotografías; 
imágenes frías sin olor, como aquel olor a tu algodón y tus costuras. 
Era mansa como un panda, pero abrazaba como un oso.
No recuerdo muy bien su procedencia;
la etiqueta ya estaba ciega.

La sudadera a rayas pasó de dominical paseo 
a uso diario cotidiano.
De luchar en el gimnasio
a descansar como mameluco de mis sueños.
Fino algodón, te repites en el barrio, en la ciudad, en el cielo. 
Pero, para mis ojos, te hilaron los ángeles con pliegue del epicanto.
Mas ya no estás, y te lloro en los fiordos de mi cama.
Solo aguanto, a lo largo solo.
Acá te espero, amor verdugo de mis recuerdos, 
porque ya pasó el camión recolector de porquería.
Acá te espero para que me expliques
el porqué de despojarme 
de la única herencia de mi padre.

harapo

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