Aún pasan las imágenes por mi cabeza, y las marcas en la espalda me recuerdan el momento. Sigo pensando en lo fortuito del encuentro y en el gusto del contacto. Imagino cómo Eros observaba nuestros movimientos.

Salimos de bailarnos. Yo estoy cachonde sin saber muy bien qué hacer ni qué decir para que pase algo, en la esquina, a punto de marchar. Por fin, propones un paseo.

—¡Claro que quiero pasear! Quiero deleitarme con lo que está surgiendo.

Entonces, caminamos hasta el bar Central, donde entramos a pedir unos vasos de agua. Unos hombres tocan sus guitarras en estado de ebriedad. «Flamenco en estado puro», pienso yo mientras me dejo embelesar por los sonidos de las cuerdas y sus cantes. Mis manos bailan palmeantes con los ritmos guitarrescos.

Entra la sevillana y tú quieres bailártela. Sale una mujer a bailarla contigo, y mi mirada no te quita ojo. Mis ganas crecientes, tampoco. ¡Ole, ole y ole! ¡Qué arte! Te acercas sonriente y te pones a mi lado, en estado de excitación. Me tocas con fuerza, me aprietas el cuerpo, te frotas como un gato casi a punto de ronronear.

—Hay algo en ti que me hace sentir cómoda, como si ya nos conociéramos de algo —me dices al oído.

—¿Ah, sí? Yo también estoy cómode —y te sonrío.

Ahora, yo también te toco, caliente, cachonde. Me acaricias la cara, presionas mis orejas y me miras, sonriendo. Nuestros rostros están cerca; ese tipo de cerca que anticipa que dos labios están a punto de besarse. Pero nos da por jugar con ese tiempo, por dilatarnos, por hacer grande el deseo. Eros está jugando con nosotres en la misma sala en la que suena la música.

Estamos hablando de algo, no sé exactamente de qué. Tampoco sé en qué momento, con algo de vergüenza, me dices que tienes en tu casa un plug anal con cola de zorra. Al escucharte, mis pupilas se hacen platos y mi boca saliva fuerte. Tú te das cuenta y me miras con deseo.

—Eso es una fantasía que tengo desde hace tiempo, quiero convertirme en
zorra —te digo yo.

Entonces, nos entra la risa; una risa producto de la excitación, un toque de vergüenza y el deseo palpitante.

—Pues… cuando quieras —me dices tú.

—¿Ahora?

—Vamos.

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Salimos del bar, despidiéndonos de aquellos hombres, y nos ponemos en marcha. Yo sigo tu paso y camino contigo hacia tu piso. Nos agarramos del brazo.

En algún momento del paseo, me doy cuenta de lo mojade que estoy y me meto la mano por dentro de los pantalones. Con picardía, me empapo los dedos en mis mojados genitales. Coloco los dedos mojados sobre tu mano, me miras y te digo:

—Estoy mojade.

Sonríes.

—¿Quieres ver cómo de mojada estoy yo?

—Lo quiero aquí —te digo, abriendo la boca.

Te metes la mano en la entrepierna y tus dedos mojados se introducen en mi boca. Así, la ambrosía se entremezcla en mi saliva y mis flujos empapan cada vez más mi ropa interior.

Llegamos a tu casa, cachondes como perras. Me la enseñas (la casa). Luego, vamos a ducharnos. Nos acariciamos entre el agua y el jabón mientras nuestras pieles viscosas resbalan al tacto de nuestras manos. Nos estamos respirando; estamos en calma, pero no menos cachondes por ello. Eros ha venido junto con nosotres desde el bar. Nos tumbamos en tu cama, con nuestros cuerpos ya sequitos, y entre caricias y miradas sube la temperatura de la habitación. Las pieles se erizan y, de nuevo, el chaparrón. Tamos prendías. Se suceden las preguntas:

—¿Te gusta la saliva?

—Por todas partes, ¿y a ti?

—Por todas partes. También puedes arañarme, tirarme del pelo…

—¡Joder, a mí también me pone! Los azotes me gustan demasiado.

—¿Te gusta así?

—Sí, justo así, o un poco más fuerte. Afloja.

—¿El cuello?

—El cuello está bien.

—Quiero chuparte todo el cuerpo —te digo cuando así lo siento.

—Adelante —dices tú.

Te chupo el cuello, las axilas… Tu respiración se agita, casi gimiente. Continúo hasta tus pezones. Chupo, muerdo, absorbo. Gimes, gimo contigo y nos besamos con gusto. Me arañas la espalda y me
miras. Comienzas a tocarme; estoy muy cachonde:

—¿Me vas a convertir en zorra ya? Tengo muchas ganas.

Me miras y me dices:

—Sí, pero primero quiero disfrutar un poco de dilatarte.

Pasa el tiempo mientras me lames hasta que, finalmente, me metes los dedos en el culo. Yo estoy demasiado cachonde, mordiendo la almohada y gimiendo sin control. El orgasmo se me sube a la cabeza. No puedo aguantarlo tanto, me estoy mareando, necesito parar y te lo digo. Paramos. Me miras, deseosa de más. Yo también quiero más, así que esperamos a que todo se calme un poco riendo y, por fin, seguimos.

El placer sigue en aumento; ya estoy preparade. La cola entra sin problema y, de este modo, de mi cuerpo desnudo cuelga ahora una cola de zorra suave y sensual. Yo, animal, me remuevo y poso para ti. Te acaricio el cuerpo con la cola y sigo posando. A continuación, tomas tu cámara y comienzas a fotografiarlo todo: mis poses, mis caras… El momento es de una intimidad sensual incomparable. Jugamos con las luces, las perspectivas, los enfoques y las miradas. Una sesión de fotografía erótica como parte de un polvo increíble.

Entonces, volvemos a la cama y nos besamos hasta volver a encendernos.

—Esta zorra tiene ganas de metértela —te digo.

—Yo también quiero eso —me dices tú.

Del cajón de la mesilla cogemos un condón, me lo pongo y te penetro,
despacio. Pronto, acabas cabalgando a lomos de una zorra entre olas orgásmicas y gemidos animales de placer. Nos hemos arañado hasta las entrañas, hemos retozado en el templo de lo prohibido, hemos sido manzana mordida y víbora procaz. Hemos perdido la vergüenza y Eros
ha sucumbido a nuestro baile erótico y sagrado. Sí, ahí está Eros, junto a la cama, sudado y con la cara desencajada de placer.

Nos hemos follado mucho, nos hemos follado bien.


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