Un dolor ingente reside en el alma del podrido,
aquel que yace enfermo en el orbe de su desquicio.
¡Qué triste se le ve al hombrecillo,
que muere constantemente observando el precipicio!
Una mañana despertó al solsticio.
Ciego de dolor y sosegado de sus rimas
quiso morir y volver al inicio,
pero acabó solitario cantando sus cuitas.
¡Ay del podrido que se perdió en el valle!
Alejado del mundo sucumbió ante la maldad
que lo llevó a plasmar su última voluntad
en un pequeño poema que representa su encalle.
«No se preocupen si al morir mis ojos caen cristalizados,
nos habita la contradicción; por eso buscamos la calma.
¡Estas lágrimas no son más que el agua con la que lavo mi alma!
Así, en mi naufragio, no caeré con el corazón y el espíritu atados».
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