En cuanto llegan los primeros calores que anuncian la canícula, empiezo a ponerme de mal humor. Llegan los primeros turistas, unos pocos, pero cada semana que pasa se multiplican como cucarachas. No los soporto, y cada año que pasa los aguanto menos y menos.
Cuando lees novelas de veraneantes, los viajeros son interesantes. Suelen viajar solos y siempre lo hacen por alguna razón trascendental o poética que vamos dilucidando según avanza la historia. En las novelas de Agatha Christie, son casi siempre odiosos por ser ricos y frívolos, pero por lo menos son turistas elegantes y no se amontonan como las alimañas.
A mis puertas, para un taxi lleno hasta los topes. Solo les falta traer una nevera o una lavadora, como los moros. Tardan diez minutos en bajarse. Se trata de una pareja vulgar con sus hijos chillones más el carrito del bebé, el perro y su camita, seis equipajes, una cuna de viaje, dos sombrillas de playa y dos patinetes. Por ahorrarse la propina del botones, lo llevan todo ellos mismos. Y, por ahorrarse viajes, lo llevan de una sola vez. De esa guisa aparecen en mi recibidor, como árboles de Navidad. Se unen a decenas de familias haciendo cola para usar el ascensor en el que encajan todos los bultos ordenadamente, supongo que ya por costumbre, puesto que esta gente no puede ni ir a cagar sin jugar al Tetris en la Game Boy.
A veces, me divierto cerrando las puertas automáticas del ascensor antes de lo que es debido para que alguien se lleve algún golpe. Así, los asusto y los empequeñezco ante la grandeza de la maquinaria que ostento. Otras veces, facilito la entrada de una plaga de moscardones a través de los conductos del cableado eléctrico, para que choqueteen contra las tapas de las cajas de la luz de los dormitorios. Lo que hago siempre es activar los ascensores, subiendo y bajando vacíos durante toda la noche con todo su ruido de motores, crujidos metálicos y timbres agudos. ¡Que la voz de vuestros esclavos electrónicos resuene en vuestras cabezas! Máquinas alimentadas por vuestra propia esclavitud y por energía sucia y barata, claro.
Al día siguiente, los turistas se levantan a desayunar como si nada, con sus sonrisas estúpidas. No han pegado ojo pero, como están de vacaciones, están obligados a estar felices. Así que, ahora, tenemos el comedor lleno de besugos zampando muy por encima de sus posibilidades, hasta que no puedan más. Y el desayuno está incluido en el precio.
No puedo más. Soy mayor para esto. Llevo tiempo pidiéndole a gritos a mi propia decadencia una buena reforma. A ello se le une la podredumbre de la sociedad humana que todo lo estropea y afea con un optimismo inquebrantable. No puedo más. ¡Así me derrumbe y me lleve por delante a unos cuantos!
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