El día en que murió la luna

Desperté, como de costumbre, con la ansiedad del primer café de la mañana. El vidrio de la cafetera estalló antes de tocar el grifo. La taza aún esperaba en vano sobre la mesa. Y los árboles afuera crecían sin podar con un misterio que las tijeras no entendían.

El mal presagio se había instalado en el marco de la ventana. La del piso de arriba ya no aullaba más. Se colgó de la puerta trasera de un carro que la recogió a distancia, espléndida y solar, llegó a la orilla de una playa de plástico y, sin hacer preguntas, entró sin vacilar, dejándonos el cadáver que lloran los amantes en la ciudad, flotando entre la multitud.


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