26 de octubre de 2018
Querido Raymond:
Vi que reprodujiste el video en el que te hablaba para tratar de poner en claro la situación, y que además le diste: «no me gusta», pero no dejaste comentario.
Lo sé porque lo hice para ti, para poder hablarte y que me escuches, y por eso tengo sólo una visita: tú.
Y es que desde que te compraste ese ignore-phone te has vuelto más ocupado que un influencer (ya ves que buscar el origen de nuestros problemas me ha enseñado algo de inglés). Y eso que nadie te sigue.
Publicar que te aburres y te sientes solo no sirve de nada, opino yo, si no sales de la casa. Ni siquiera cuando la gente comparte tus frases tristes o tus canciones de rock deprimentes, que ni siquiera escribiste tú.
Les has dado like a un montón de páginas de cosas que no tienes, como esas ropas de marca y esas marcas de gadgets; pero no vayas a creer que te espío como Google, sólo que Facebook y la cantidad de amigos míos que has agregado a tus contactos me las sugieren.
Te andas tomando selfies que retocas con filtros y emoticones para parecer contento, pero eso no te cambia la nariz. No se te olvide que yo te conocí desde antes y así aprendí a quererte. Antes de Internet.
Me siento tan mal de verte todo desubicado —hasta en los semáforos caminas cuando el muñequito está en rojo, arriesgándote a que te aplaste un carro—, que en estos días salí a caminar toda melancólica y, sin saber a dónde ir, le rogué a Maps que me llevara a mi destino. No llegué a ninguna parte, pues el idiota me pidió la dirección.
Como señal de auxilio, decidí twittear: «perdí a mi novio por culpa de la tecnología». Y recibí como respuesta: una burla; un testimonio real de un accidente por contestar celular; y un insulto que nada tenía que ver, sólo por ser mujer y ser Internet el fango donde retozan los cerdos de este mundo.
Decidí entonces crear un grupo de WhatsApp donde estuviésemos sólo tú y yo. Pero ahí fue cuando me dijiste, no por mensaje sino de verdad, echado en la cama: «¿No podías sólo escribirme? ¿Para qué carajos te sirve crear un grupo de dos miembros?».
Me puse a llorar, de verdad, en el baño. Te mandé carita triste solamente, por WhatsApp, para que no pensaras que soy débil. ¡Pero que yo te bloqueo, te borro de mis contactos y te denuncio por contenido inapropiado! Pero no pude porque eso lo dijiste de verdad.
Todo esto lo he podido hacer armada del smartphone que compré para poder comunicarnos, y así es como fui descubriendo cosas que nunca imaginé de ti.
A fuerza de pensar, caí en la cuenta de que, si no hablabas conmigo, con alguien tendrías que hablar y de algo también. Alguien desocupado, o con un trabajo de oficina donde se puede hacer el pendejo, como tú (ya te he visto ensayando caras serias y malgeniadas frente al espejo).
Pensé entonces en Armando, y creé un perfil falso como si fuera él. Así comenzamos a hablar y a contarnos las vidas. La tuya y la mía de Armando.
Me inventé que tenía una novia como tú, real también, y te dije que me contaras cosas de ella, o sea de mí.
Entonces me empezaste a echar el cuento completito de cómo nos conocimos, cómo era yo exactamente y hasta en la cama, y era como si el ignore-phone te hubiera puesto un hechizo de vaciado cerebral y verborreico de esos de borracho. Me vendiste peor que Mark Zuckerberg, Raymond.
Ahora sólo sé que soy más linda de verdad que en fotos, que me gustan las Oreo, Yuya, la serie Narcos y los Muppets. Y esas, Raymond, son contradicciones muy tenaces de manejar en la vida.
Ahora sé tanto de mí que ya ni sé si tengo secretos; lo único que sé es que tomé la decisión definitiva de cerrar mi perfil (el de Armando) y de retirarme.
De ahora en adelante, si alguna vez te da por buscarme, no me encontrarás por Instagram (renuncio a boletearme en fotos), ni en Facebook, ni en Twitter (cerré cuenta), sino en mi propia casa, sin teléfono y compartiendo, pero por vía oral, pura cháchara y chismes con mis amigas del colegio.
Adiós,
Lucía.
Publicado originalmente en Diario de una curiosa
Deja un comentario