No son sino sombras bajo el alambre,
no más que hojas secas caídas
de las fuertes ramas del viejo olmo,
las que crujen bajo tus pies
cuando te acercas a llenar de besos
el fugaz recuerdo enterrado
bajo la fría losa tallada en piedra.
Acaricias su nombre, en lápida grabado,
con la suavidad de tus manos blancas
y el temor en tus finos dedos.
Un nudo en la garganta te impide
recitar de nuevo todas las promesas
que todavía le debes, y riegan
tus lágrimas los ramos de flores ya marchitas
que la vistieron de color en tu última visita.
Tomas tierra fresca entre tus manos,
la acercas a tu nariz como intentando
recuperar un atisbo de su olvidado aroma
y no consigues más que polvo y ceniza;
nada más que una locura transitoria
llenando de angustia tus penas
y miles de lágrimas abriendo de nuevo la herida.
Nada queda en estos campos para ti;
solo la tragedia, a la que te aferras
de manera inexplicable, y el pequeño frasco,
continente del mismo veneno
que te dejó huérfano de madre.
Quisieras dar un último paseo
alrededor de todas las historias
que aquí se hallan terminadas,
aunque sabes que, de darlo,
no pondrías final a este último acto.
Deslizan tus alargados dedos níveos
el tapón del frasco y lo acercan a tus labios;
besas el dulce líquido, que resbala
buscando el camino hacia tu estómago,
y, pensando en el final, te tumbas
abrazando la misma tierra de la que viniste,
esperando convertirte en polvo,
esperando ser ceniza que, cruzando el viento,
vuele una última vez por el azul del mar
que te robó la vida.


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