Huele a moras el vacío que deja
tu piel sobre la alfombra
que sujetaba nuestra pasión desnuda
en las gélidas noches de invierno.
En mi pecho, la oquedad
sustituyó al corazón palpitante
que dio todo por tus besos
y me ahogo en el silencio
de unos versos olvidados,
presos en mi abismo de soledad.
Amasijo de sentimientos
arrugados como el papel,
tirados al vertedero de mi desesperanza,
riego con alcohol vuestras letras
y prenden con la primera chispa
de una vieja cerilla
guardada para la ocasión.
El frío es inmenso en este rincón de alma
y su luz funesta es molesta
para mis ojos vidriosos
y enrojecidos por tanta lágrima furtiva
decidida a escapar de mis adentros
en busca de una vida mejor,
no las culpo, yo tampoco me quedaría
conmigo de tener otra opción
en esta noche de amargura.
Se marchó tu amor y se instaló
el dolor donde amanecía la ternura,
pintó de negro los arcoíris
y dio un sentido a mi locura,
ahora campa a sus anchas
por las verdes praderas
que en cenizas se convirtieron
tras sus pisadas.
Dos varas de incienso
llenan de tu olor la estancia,
un tablón de madera y un vaso
otean el más allá en tu busca,
quisiera despedirme
y no se me ocurre otra manera.
Cuando uno no quiere perder la esperanza
busca cualquier clavo al que agarrarse
por mucho que este arda
y las leyes naturales
no pueden impedirme el paso;
hasta mi alma sacrifico en este intento
si se vuelve necesario.
Llamo, no hallo respuesta,
quieto se mantiene el vaso,
no lo entiendo.
Una lágrima se precipita al vacío,
explota sobre el vaso
y lo lanzo al fuego;
el fuego me hipnotiza
con su crepitar embriagador
y te veo entre sus llamas,
me invitas a bailar contigo
y salto a darte el último beso
que no pudimos darnos.
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