El embajador se secó el sudor de la frente, espantó mecánicamente al nuevo ataque de la omnipresente horda de mosquitos y se preguntó cuántas veces había hecho lo mismo a lo largo del día. Suspiró y miró al monje que había ante él, en lo alto de la escalera. Luego miró a su aburrida (y casi desesperada) escolta y, finalmente, volvió a mirar a aquel anciano de pelo rapado que les impedía acceder a su objetivo. Suspiró de nuevo; había que tener paciencia.
—¿Entonces… no podemos pasar?
El monje sonrió.
—No, no es posible. El señor de estas tierras aún no ha vuelto del santuario del desierto. Estará de vuelta en pocos días.
—¿Pero acaso no están sus hijos gobernando en su lugar? ¿No podríamos hablar con ellos?
Una expresión de duda se dibujó en el semblante del monje, hasta ese momento imperturbable. El embajador tuvo la esperanza de que hubiera entendido lo importante que era una embajada y, más aún, lo importante que era el poderoso imperio vecino que había tenido a bien enviar una embajada a recorrer los diminutos reinos del borde del mundo.
El monje no cedió; se caracterizaba por su extraordinaria paciencia. Cansado de insistir, el embajador se echó al suelo y volvió a espantar a los mosquitos. Era más que obvio que el rey no se encontraba, pero debían decirle, puesto que sus reinos colindaban, que en el ala este de su reino había aparecido un caballo blanco muerto, degollado y falto de cabeza, y se temían que fuesen nuevas amenazas de invasores nórdicos. Celeste, la hija del rey, escuchó la triste historia: se trataba de uno de los corceles de la tropa de honor del reino vecino.
Su padre había pasado días en el supuesto santuario, ya que habían sido días difíciles después de la muerte de su esposa; sumido en su dolor, había desaparecido o tal vez huido del reino. La joven de apenas quince años atendió finalmente al embajador, dándole paso al comedor principal. Una vez dentro, el embajador y su escolta invadieron el castillo y secuestraron a la joven. La despojaron de sus vestimentas y la encerraron en las caballerizas. Horas más tarde, la escolta metió también al monje en las caballerizas, junto a Celeste.
—Mi padre no ha ido al santuario, ¿cierto?
—Hace tres días, uno de los trabajadores más fieles del reino vio otro caballo muerto; tu padre sabía que se trataba de una amenaza. Sabía de la existencia de las tropas a cargo del hermano de tu madre, y que después de fallecida este vendría a reclamar tierras que no le corresponden —contestó el monje.
El rey le había dejado instrucciones al religioso, quien sabía a dónde iba. Debía proteger a la niña y llevarla con su padre sin que nadie lo sospechase. El monje mencionó las islas Cárnam al otro lado de la frontera y comentó que escaparían por la mañana, pero esa noche las tropas enemigas lo mataron, dejando a su suerte a Celeste. Así pues, la joven solo tenía dos opciones: quedarse y defender su reino o huir como su padre lo había hecho.
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