En Castilla-La Mancha, desde hace aproximadamente una semana se puede salir del municipio. Sentí la imperiosa necesidad de escapar del pueblo con la comodidad de estar en casa en 50 minutos. Escapé cerca, pero escapé bien.
Hacía tiempo que no cruzaba hacia La Mancha. Cualquiera que no me conozca se pensará que vivo en La Alcarria o en las tierras que más tienen que ver con Soria que con Guadalajara. Pero no, en realidad, no. Tras atravesar dos pueblos la llanura comienza.
Si alguna vez me quedo sin gasolina o el motor del coche se avería en la CLM-410 no sabría muy bien medir distancias ni orientarme hacia mi salvación. Solo se me ocurre contar sembraos y lindes para dar una localización, y resguardarme a la sombra de la única pared de adobe aún levantada de alguna casilla o quintería en plena ruina.
Pero eso no ocurrió. Llegué sin problemas a mi destino y aparqué el coche al ritmo de las campanas. Todo mejoraba. La iglesia estaba abierta, a tiempo para ver el templo y para escapar sin escuchar al cura. Conté todas las grietas renacentistas, la misma cantidad que papeles pidiendo donativos; además de cuatro señoras, las mismas que se pasarán las semanas fregando sus casas y la iglesia, para disfrute de sus ojos el domingo. A parte de las grietas, también conté vecinos por la calle (pocos), niños (escasos), bares (dos), turistas (yo) y casas (no muchas, pero humildes, bonitas y acogedoras).
En realidad conté casas, pero no todas. Contaba las que tenían un cartel de “Se vende”. Eran demasiadas. Perdí la cuenta.
Sentí la inevitable necesidad de habitar una de ellas, esas que tienen un portón grande que da a un patio con un pozo central de granito y habitaciones para animales. Pero, en vez de animales, yo tendría un taller.
Rápido se me olvidó ese pensamiento, pero no la idea, cuando vi una fachada más alta que la torre de la iglesia. Ahí sí que me encogí.
La grandeza de quien hizo fortuna en América y la trasladó a La Mancha, a modo de palacio, en el siglo XVIII, la disfrutaban ahora todos los gatos del pueblo. Ah, y dos cigüeñas que habían montado su hogar en lo alto de uno de los chapiteles de la torre. Ellas sí que eran las reinas.
Sabía que ese palacio era BIC (Bien de Interés Cultural, la máxima protección patrimonial de España). Sabía que era barroco, pero no sabía las tremendas dimensiones y lo bien armonizado que estaba en el entorno. Quería entrar. Hasta medí el ancho de las rejas y lo comparé con mi cuerpo. Poco me faltaba, las tetas no serían el problema pero el cráneo abultaba demasiado.
Lo único que pude hacer fue ver por las ventanas de madera, las cuales no habían recibido una capa de cera desde hacía siglos y que, para mi sorpresa, estaban la mayoría abiertas. Entonces vi que el esplendor de la portada no tenía nada que ver con el interior.
Como pude me orienté. Quería obtener mentalmente una vista cenital y saber cómo estaba estructurada esta casa-palacio. Intuí que la construcción se regía por un patio central cuadrado, y por la altura, debía tener doble galería. Sentí tal curiosidad que busqué el agujero de la cerradura de la puerta principal por si conseguía ver sus arcos y columnas. ¡Al fin! No tenía más puertas de por medio y la vista me llevaba directamente a un brocal de pozo labrado. Seguí enfocando mi ojo y contemplé un arco rebajado que apoyaba en una columna de piedra de estilo toscano. En el suelo, las plantas silvestres habían comenzado a invadir las baldosas, pero comparando todo el conjunto, eso no era lo peor.
Al bordear la esquina del palacio aun me quedarían más sorpresas no gratas. El edificio no tenía luz pero la que entraba por las ventanas era suficiente para ver la decadencia: suelos hundidos, galerías subterráneas abandonadas, paredes descascarilladas, humedades, salas de almacén para el Ayuntamiento, y tremebundo olor a pis de gato que salía de cualquier hueco.
Era evidente que ahora por la magnífica escalera doble y simétrica quienes recorrían sus escalones eran los gatos, inevitablemente me los imaginé con chaqué y monóculo. En aquel lugar donde las telas de los vestidos, traídas de Las Indias, arrastrarían por los sueños ahora estos tenían estratos de más de 15 centímetros de tierra y cagadas de palomas.
Un pueblo manchego, donde la decadencia asolaba a sus vecinos a mediados del siglo XVIII y XIX, veía mientras cómo se levantaba un palacio que contenía los mejores muebles, tejidos, metales, y colores traídos de las tierras del más allá. Y ahora, unas cuantas generaciones después ven el declive que arrasa su memoria, sus templos, sus hogares y sus gentes.
Cuando terminé de ver todas las ventanas y de recorrer el perímetro protegido, un vecino salió de su casa, observó mi cámara en mano, y me preguntó si me había gustao su pueblo. “Precioso”, le dije. Él se quedó contento. No hay más orgullo que el de la raíz.
Volví al coche y emprendí la vuelta hacia Castilla.
Pero no se olvida fácilmente el zócalo de las paredes de las casas de color gris azulao que disimulaban el antiguo roce de los animales, y la luz blanca de la cal.
Y los “Se vende”, que eran demasiados. No perdí la cuenta: 53.
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