Mientras crecía, siempre tuve problemas relativos a la comunicación. No me refiero a vulgares malentendidos; simplemente no era capaz de poner mis emociones en palabras, y solía disfrutar de mi personal soledad. Sería deshonesto escribir desde la nostalgia y enmarcar esa sensación de impotencia desde la distancia, ya que sigue apareciendo intermitentemente como la lluvia; a veces es orbayu y otras una tormenta en alta mar.
Tampoco estaría siendo sincero si no escribiese las justificaciones que, dependiendo de las circunstancias, me digo. Como cuando no le conté a mi mamá lo desagradable que había sido mi jefe hacía unas horas, porque me dije que no quería preocuparla; o cuando no le conté a Ángel la ruptura con aquella chica porque, aunque no me lo vaya a decir, en realidad le da igual.
No quiero engañarme, sé que estoy marcando cierta distancia con gente a la que quiero pero, realmente, ¿qué importancia tiene?
Hace dos millones de años, nuestra supervivencia no dependía de tener un curso de ofimática, de haber invertido en Bitcoins a tiempo o de superar los cien mil likes en Instagram. No, esta dependía de la cooperación. La comunidad era la balsa, la capa y la lanza en un momento en el que todo lo que la rodeaba era hostil. Esos primeros grupos fueron los que, más tarde, desarrollaron civilizaciones y nuestra historia; algo completamente imposible para una persona en singular; en soledad.
Esta era la conclusión a la que llegaron teóricos como Kropotkin tras un riguroso estudio de distintos ecosistemas vivos. La desarrolló en El apoyo mutuo: un factor en la evolución en contraposición a El origen de las especies de Darwin. Ya en su momento, se plantearon como obras antagónicas. Pero, por el contrario, yo las concibo como complementarias; es decir, entiendo que dependes de los otros para sobrevivir, pero si tú individualmente no sientes la pulsión de rodearte o de pedir ayuda cuando la necesites, no importa que exista una estructura específica para socorrerte.
Si nos fijamos en la cultura, esta pulsión casi parece que se convierte en obsesión. Los tópicos más manidos de toda la literatura universal no dejan de ser una respuesta a sentirse aislado y en soledad. Eros y Thanatos, la tranquilidad de la compañía y el miedo a la pérdida.
Vale, podemos estar de acuerdo en que, históricamente, agruparnos ha sido clave para nuestra supervivencia. Pero ¿hoy día tiene algún tipo de relevancia, o podemos abandonar el hecho de ser animales sociales?
Sabemos, gracias a estudios a gran escala, que la soledad es una de las condiciones más peligrosas y dañinas para el ser humano; esto se debe a las grandes cantidades de estrés que supone. Debilita tu sistema inmunológico, haciéndote envejecer más rápidamente y, como piezas de dominó, avanzarán a más velocidad enfermedades degenerativas como el cáncer o el alzhéimer. Si se mantiene en el tiempo, se torna crónico y llega a afectar psicológicamente, distorsionando la percepción de nuestras relaciones sociales al interpretar gestos neutros o amigables como hostiles. Es debido a estos riesgos que el sistema penitenciario abusa de los presos, en cuanto se le permite, a través del régimen de aislamiento.
Sobrevivir a la pandemia de la covid-19 para mí fue una toma de conciencia radical a este respecto. Y es que 2020 fue el año con más suicidios registrados en España, habiendo un incremento del 7,35% en comparación al año anterior.
Puede sonar escalofriante, pero los datos en frío no pueden sustituir a la experiencia humana. Todos en algún momento nos hemos podido sentir fuera de lugar, que no encajábamos o, simplemente, solos. Pero, afortunadamente, también sé que todos tenemos la capacidad de hacer que los demás se sientan un poco menos solos.
Me alejo reposadamente del escritorio para apoyarme en el respaldo, acaricio el cuello de un felino que descansa en mi regazo, doy una larga calada en silencio, observando la pantalla, y pienso: ¿debería compartirlo?.
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