Cada vez que papi contaba una historia acontecida antes del 1950 en Puerto Rico, comenzaba con esta línea:

«Cuando Puerto Rico era un país…»

Ya sabía que lo que le seguía a esa frase iría por el camino de la nostalgia hasta llegar al extenso tren que existió en Puerto Rico. Para papá, un país se alcanza cuando los seres humanos pueden habitar y moverse alrededor de ese pedazo de tierra que la cartografía les regaló. 

La sociedad puertorriqueña del fin del siglo XIX vivió el periodo de mayores cambios en los medios de producción y comunicación. Todo el mundo quería bajarse de sus caballos y sus bueyes para montarse en el caballo de hierro: el ferrocarril. ¡Gracias, Estados Unidos! Gracias a los estadounidenses invasores, esa sociedad probó una pizca del empoderamiento que se siente al moverse desde el centro, oeste y sur de la isla hasta la ciudad del capital: San Juan. Por la vía, pasaban tanto trenes de vapor como trolleys energizados por la fuerza de caballos y bueyes. Los pasajeros aprovechaban para llegar a sus trabajos, especialmente en el área de San Juan. Para esta sociedad, debió sentirse como un sueño. 

Y en un sueño se quedó. 

He aquí la primera ambición estadounidense que no se pudo sostener económicamente por compañías locales y en tan solo dos décadas, el plan para crear un transporte público y accesible se repartió entre múltiples compañías estadounidenses, francesas y holandesas para que se encargaran de su construcción. Estos contratos costaron tanto dinero que el caballo de hierro pasó de ser un medio de desarrollo económico a convertirse en una de las cientos de deudas que tiene la colonia de Puerto Rico con empresas inversionistas. Al priorizarse la construcción de vías a beneficio de las centrales azucareras y sus hacendados, las vías de transporte público para la clase media y baja, pasó a un último plano y no se cumplió con la meta de conectar a todos los pueblos. Claro, era más importante que se moviera el dinero, en lugar de los seres humanos. 

Este empoderamiento que solo alcanzaron algunos pocos y que aprovecharon para llegar a sus trabajos en la ciudad capital, duró hasta el 1953. Desde este año, hasta el 2005, no había ni un tren corriendo. Pero hay que seguir corriendo. Hay que trabajar, alimentar, sobrevivir. Ya no se puede ni caminar en condiciones seguras.

Si no hay aceras para caminar, ni vías para montar, solo resta volar. Así volaron miles de puertorriqueños a otra ciudad. A la Gran Ciudad, a la que guarda nuestro capital: Nueva York. Allí y en otras ciudades de Estado Unidos, la probada de movilización pública pasó a convertirse en un banquete de oportunidades para dejar el pellejo trabajando. 

Hoy, en el siglo XXI, quienes nos quedamos en el archipiélago tenemos dos opciones: invertir nuestro salario en un carro o conformarnos con la miseria de transportación pública que nos queda y que favorece mayormente al área metropolitana y no a quienes más lo necesitan: a todos los demás pueblos. 

Si la ciudad es el único lugar donde se honra el derecho a movernos, quiero que todo el país sea ciudad. Más, si la ciudad solo puede existir donde haya capital y puertorriqueñes cansades, quiero que desaparezca. 

—Papi diría lo mismo.—


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