Hace un año ya del inicio de la desescalada, de la famosa fase 0, de cuando después de haber estado interminables semanas encerrados en casa se nos abrieron las puertas para hacer una cosa: un paseo diario. Un paseo diario con máximo un conviviente como acompañante, siguiendo un horario estricto y restringido a un radio de un kilómetro desde tu domicilio. Y eso hicimos. Caminar. Porque era lo único que podíamos hacer fuera de casa.
Yo antes de la pandemia también caminaba. Caminaba desde el metro al trabajo y viceversa. También era la típica madrileña que cuando estaba en el centro y miraba en el móvil cuánto trecho había hasta el bar de copas desde el restaurante decía «son solo cuarenta minutos andando, mejor pasamos del metro». La diferencia estaba en que antes tenía un destino: el trabajo, el bar, la tienda de ropa… Caminar era un mero medio de transporte para ir a producir o a consumir. Y ya está. Caminar antes era un trámite.
Así que cuando abrieron el confinamiento y me planté en la calle no sabía qué hacer. Seguía teletrabajando y las tiendas seguían cerradas. No podía caminar para ir al trabajo ni para ir a consumir a ningún sitio. Solo me quedaba una opción: deambular.
Para entender mejor lo que estaba pasando, de forma similar a cuando la gente se lanzó a La peste de Albert Camus cuando se declaró la pandemia, yo me sumergí en Wanderlust. Una historia del caminar, de Rebecca Solnit. Aunque está muy enfocado en la cultura británica y estadounidense, Solnit hace un recorrido por la historia y muestra todas las posibilidades del ir a pie, desde los paseos que salen en las novelas de Jane Austen hasta las manifestaciones y marchas por una causa, pasando por la que es mi favorita: por qué caminar por placer es un acto de resistencia política ante la decisión constante y binaria de producir o consumir.
“Se trata de una actividad corporal que no produce nada más que pensamientos, experiencias, llegadas”, escribe Solnit. “Caminar es, a la vez, medio y fin, viaje y destino”.
Según la autora, en un mundo donde impera la retórica de lo que no puede ser cuantificado no vale, “se sugiere que una gran diversidad de placeres que caen en la categoría de no hacer nada en particular, de fantasear, de mirar las nubes, mirar escaparates, no son más que vacíos que deben ser llenados por algo más definido, más productivo o más veloz”.
Así que, en un mundo parado por un virus, lo único que nos quedaba era caminar por caminar. Y eso hice. Comencé dando paseos a paso rápido por las calles más cercanas a mi casa, hasta la plaza, pasando por el supermercado y la panadería. Después, pasé a caminar por zonas de mi barrio por las que hacía años que no paseaba, donde están las casas antiguas, de cuando mi barrio era un campo de olivos y almendros, las casas con nombre y huerto propio, un jardín con un agave al que vi crecer y después cortar, las lagartijas, los estorninos, las palomas torcaces. Y poco a poco mi paso se fue haciendo más pausado, porque lo que me apetecía era caminar lo suficientemente despacio como para permitirme observar.
“Caminar puede ser también imaginado como una actividad visual, cada caminata un paseo lo suficientemente relajado como para mirar y pensar sobre las vistas, integrar lo nuevo en lo conocido”, defiende Solnit en su libro.
A esto añadiría el placer de “quedar para andar”. Me recuerda a las mujeres del pueblo que caminaban juntas después de cenar, y quedaban para andar y charlar, andar y cotillear, andar y compartir. Ahora ya no estamos confinados y, de hecho, se acaba el estado de alarma, pero yo sigo paseando. Deambulando, sin producir ni consumir, como acto de resistencia. Como escribe Adriana Herreros en su newsletter Campo Visual, donde relata sus propios paseos: “Pero es que esta vez iba a ser yo la que anduviera y desandara mis propios caminos, la que se aventurara por las lindes de la ciudad hasta alcanzar esas tierras ásperas que ya no son de nadie. Iban a ser unos paseos nuevos, bisoños, inexpertos. Unos paseos improductivos. Andar por andar. Y me perdería y me daría lo mismo. Así. Por gusto”.
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