De la guerra había surgido la paz, una paz pobre, miserable, casi tan ardua como la guerra.
Vasili Grosman
La primera vez que pensé en la guerra probablemente fue en la manifestación contra la guerra de Irak, allá por el 2003. Tenía entonces nueve años y jugaba a tirarme al suelo con las sirenas antiaéreas. Todo lo que recuerdo es que hacíamos algo bueno. El miedo era un sentimiento reservado para otros.
Durante casi una década seguí conociéndola de segunda mano, a través de las bandas sonoras de las películas de guerras mundiales. Con el heroísmo del cónsul Perlasca y el señor Schindler, con el amor infinito de Guido, con la idea bien tardía de un mundo que se pareciera al que quiso describir Anna al principio de su diario. Nota a nota, fotograma a fotograma, el séptimo arte fue romantizando la guerra. Pero no como ese hecho aciago que le ocurre a otros, sino como el escenario perfecto para hacer historia.
Y la niña se volvió adolescente con la nostalgia de no poder demostrar ser mejor de lo que era.
En el 2012 cayó en mis manos la tercera oportunidad de pensar en ella. Fue a través de dos libros escritos con apenas cinco años de diferencia: Stalingrado: crónicas desde el frente de batalla y 1984. Ambos tuvieron el mismo efecto a partir de historias completamente diferentes: destronar al héroe, aterrizar el amor, quitar el filtro de belleza a la forma más miserable de la miseria humana, el miedo propio que asusta mucho más que el ajeno reservado para otros.
La adolescente se sintió adulta y digna del cinismo adulto. Resignada a la verdad recién descubierta de que ningún ser humano es incorruptible y ningún sentimiento inocente sobrevive a la barbarie de una muerte evitable.
Una década más ha pasado desde entonces, mi corteza prefrontal ha terminado de desarrollarse y ajena completamente a lo que yo haya podido, o no, querer, la vida ha seguido como siguen las cosas que no tienen mucho sentido. En casi treinta años la guerra siempre ha pertenecido a otros.
Incluso ahora que las redes sociales nos permiten ver desde dentro, y sin bandas sonoras emotivas, la crudeza de Palestina, de Yemen, de Ucrania y de Afganistán. Aun cuando con el tiempo cuando empecé a reconocer los nombres de algunas de las marcas que apoyan genocidios, a leer artículos sobre los motivos históricos y económicos detrás de los asesinatos que siempre son en nombre de la paz.
Incluso cuando fui lo suficientemente consciente de mí misma como para admitir la ordinariez de todo lo soñado con la guerra y enfrentarme a la vergüenza de sentirme mucho más cerca del alemán que guardó silencio que del honor del cónsul Perlasca.
Incluso entonces, la guerra siguió siendo un asunto reservado para otros.
Sin embargo, hoy escribo sobre ella y lo hago en primera persona porque hace exactamente cuatro días, me encontré de nuevo con un giro argumental maravilloso en un museo cualquiera de Salzburgo. Esta vez tenía forma de guitarra.
Por un segundo, mirando aquella reliquia del frente tuve más presente que nunca la idea de que la paz siempre había sido independientemente de la guerra. Lo que quiero decir es que todos somos tan buenos y tan malos como nos permitimos ser en el día a día. Por eso siguen existiendo puertas con cerrojo y por eso había barajas y música en las trincheras.
También es por eso que nadie es incorruptible, pero no todos los sentimientos inocentes perecen sin remedio.
Por eso Juan x Rocío (100pre) sobre un árbol, pero también Reinsel sobre la guitarra que volvió del frente.
Lo que quiero decir es que la guerra me asusta tanto que a veces intento fingir tanto como puedo que no existe. Pero ya no me da miedo ver en ella mi propio rostro deformado por la maldad del más cobarde egoísta. Si existiera, la paz, que no es lo contrario a la guerra, ya me lo habría enseñado.
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