Existe una creencia que en inglés queda recogida bajo la expresión «it takes a village», que viene a significar que, para criar a una persona, no solo son necesarios los padres, sino que hace falta un pueblo entero.
Y digo creencia, como quien habla de una religión, porque constantemente a nuestro alrededor se producen actos de fe que responden a este lema que hemos adoptado aún sin ser conscientes. Generación tras generación, independientemente de nuestra cultura o país de nacimiento, buscamos y celebramos rituales de adoración a la idea suprema del pueblo, de la tribu primitiva, of our village.
En un centenar de idiomas diferentes rezamos la misma oración que he querido transcribir para que en las generaciones futuras no olviden que siempre nos quisimos, aunque sigamos aprendiendo a querernos bien. Y para que, al aprender a querernos hacia dentro, no olvidemos que cuidar a un ser humano requiere un pueblo.
Llena eres de gracia vecina. Alabado sea el puñado de arroz extra que echas cuando cocinas. Alabado sea el padre que a la puerta del colegio grita: «hoy también me llevo a Martita que están los padres trabajando». Y alabado sea el coche cargado de niños y la ruta de reparto en las casas donde no hay coche.
Bendito el grupo de Whatsapp con fotos de la oferta de merluza en la plaza: «¿alguien quiere que le compre? ¡Que está fresquísima!», y bendito el intercambio de la ropa de invierno y verano «que a mis niños ya no les entra». Y no caigamos jamás en la tentación de olvidar que «donde caben dos, caben tres» y nunca están de más los demás.
Sea con nosotras la sopa que se hace para el enfermo, caliente nuestro corazón el cuerpo que en nuestro nombre baja a la farmacia. No falte nunca la persona dispuesta a llamar por teléfono y a quejarse cuando es justo.
Pues llena eres de gracia vecina, permíteme cuidarte como dijeron que amáramos al prójimo.
Sea para siempre mi casa y la casa que roza mi casa, casa nuestra. En las rachas más terribles, vuelvan el hombre y la mujer a ser niños, recíbalos en su seno la tribu.
Alzarán entonces la mirada, cuando caminen en la oscuridad del pozo más profundo, y sentirán levantar de sus hombros el peso del mundo al recitar «it takes a village».
Pues uno nunca deja de ser humano, y no termina nunca de criarse uno.
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