«Cánones de ropa, de medidas; imágenes vendidas, retocadas con programas; mentiras que difaman lo real de nuestras vidas».
La música de los pobres, Prozaks.
Durante esta cuarentena, descubrí que la edad de una vieja chaqueta que tengo era mayor de la que yo creía. Fue ordenando habitaciones y recuerdos cuando vi una foto de mi padre en la que posaba en medio de un equipo de fútbol. La foto debía de ser de principios de los ochenta del siglo XX; entre el 1982 y 1984, como comentó mi madre. Los looks que en ella aparecían delataban la época en la que fue hecha. Se podían apreciar los bigotes con los que Sito Miñanco marcaba tendencia y las barbas revolucionarias de una época rebelde. También los pelos largos estilo Camarón de la Isla y esos provocadores pantalones de fútbol que dejaban ver tanta cacha. Pero, a pesar de esos estilos, lo que realmente llamó mi atención fue la chaqueta roja y negra que llevaba mi padre.
Una chaqueta de chándal que llegó al fondo de mi armario después de un corto viaje: apenas la distancia que separa dos habitaciones. Pasó a envolver mi cuerpo tras un pequeño salto desde una polvorienta caja de cartón. Sería, más o menos, el año 2011.
Entonces, la resaca de la, hasta hoy, «última» crisis volvía a mostrar la gran capacidad de sus causantes para renovarse sin morir en el intento. Y, también sea dicho, para usar todo su aparato publicitario para sobornar a la realidad y camuflar así los cracs que, ciclo a ciclo, van enterrando en el fango los sueños de nuestros presentes.
Esta romantización de la pobreza —dentro de nuestros privilegios, eso sí— ha sido desde aquel entonces un continuum. Desde esos años, y seguro que también desde antes, los titulares de los medios ⁽¹⁾ y prensa seria no han parado de valerse de pompas y argucias para disfrazar la violencia estructural. Para engalanar las negras tormentas que agitan las plazas del porvenir con cierto heroísmo, con esa «alegría vital de los pobres», de la que se supone que deberíamos presumir orgullosamente. Mientras, lo más negro que ven las cortes es el caviar del desayuno o el color de la piel y del uniforme de su servicio.
Pero volvamos a la chaqueta. Por aquella época, las porras de la prima de riesgo asaltaban casas para mandar a familias a la calle. Además, la CEOE puso de moda unas botas «ERE» con las que pisoteó la ensoñación de poder hacer carrera laboral. Y, mientras, los anhelos de una vida digna y de una democracia real brotaban en las plazas ondeando las banderas del «no nos representan». Es en medio de este contexto donde cobró protagonismo la burbuja de la moda vintage. Esta, con el paso del tiempo, daría paso a lo retro y, finalmente, la gente adinerada acabaría luciendo ese estilo ostentoso-ofensivo. Estilo que, ahora, dieron en llamar «PobRicos» ⁽²⁾.
Lo vintage por aquel entonces era el maná que, ahora que el cinto apretaba, venía a endulzar las penas de unas generaciones que, dada la situación, no podían buscar la satisfacción de ahogarlas. Ni en placeres instantáneos y pasajeros como irse de compras, de cenas o de vacaciones, ni en estrenar nuevos objetos o prendas.
Y, así, con el boom de esta moda de la pobreza ⁽³⁾, fue cómo rescaté esa vieja chaqueta de la caja. No porque fuera yo un vanguardista preocupado por estar siempre al frente de las últimas tendencias —a excepción de esa época adolescente de «Rottweiler y Art» en la que la necesidad de encajar y sentirse parte del grupo te hacían un blanco fácil para las tendencias y las marcas—. Más bien porque esta tendencia a reutilizar hacía que este estilo de chaquetas, que antes eran consideradas de yonquis, tirados o pordioseros, ahora no estaban tan mal vistas. Incluso daban la oportunidad de ir de moderno. Ya se sabe: empobrecidos pero modernos.
Además, por qué no decirlo, lo que realmente me gustó fueron esos colores: rojo y negro. Colores que, aparte de combinar muy bien, iban en sintonía con esa idea libertaria que iba acaparando más espacio en mi cabeza. El rojo, que rememora la sangre derramada por tanta gente obrera y luchadora. Que llena las estrellas que guían los sueños atemporales de lucha por el bien común y por una sociedad justa e igualitaria. Y el negro, que nos recuerda el oscuro futuro que nos espera si no nos levantamos, si nos dejamos llevar mientras otros deciden por nosotros.
Este reciclaje no fue ningún invento de las modistas, de famosos diseñadores o de grandes marcas. Más bien todo lo contrario: simplemente expropiaron una tendencia popular para volverla chic a través de sus escaparates y pasarelas. Esta tradición de reciclar y reutilizar era, y es, el modus operandi en la mayoría de familias donde, por lógica común, el despilfarro no solo no tiene cabida sino que va en contra de la estabilidad y del ahorro.
Por aquella época, la industria textil aún hacía ropa pensando, aunque no fuera mucho, en su tiempo de vida. Por eso, la mayoría de las prendas iban descendiendo por las ramas del árbol genealógico hasta convertirse en trapos. O, en su defecto, en donaciones con el fin de abrigar a los más desfavorecidos. Gracias a esta tendencia —y, sobre todo, a las tendencias de décadas anteriores—, esta moda vintage tuvo un fondo de armario al que recurrir. En él, la ropa de temporadas pasadas se encontraba como nueva: tan solo había que lavarla y plancharla para poder lucirla.
Hoy, o en un futuro no muy lejano, esto sería casi imposible. La ropa que podemos comprar el común de las gentes, además de venir marcada con las lágrimas de la miseria de otras partes del planeta, está diseñada para que aguante, con suerte y siendo generosos, unos cuantos lavados. Esto es característico de la época en la que nos encontramos.
Aparte de existir la necesidad de evitar que la rueda del consumo se detenga, la calidad de la ropa se ha deslocalizado de la marca. Y, tristemente, los mercadillos han evolucionado en grandes superficies en donde la calidad brilla por su ausencia. Superficies en las que uno puede comprar, entre otras muchas cosas, niquis por 1€ o chaquetas por 4€. Eso sí, sin el encanto de los gritos de los feriantes y con una ropa que dura mucho menos que la que podemos encontrar en las ferias que llenan y animan las calles de pueblos y ciudades. Ropa de feria que, por cierto, antaño era objeto de burla y vergüenza.
Igualmente, además de la durabilidad, lo que también diferencia a la ropa de aquellas épocas es que la calidad era el símbolo de las marcas: hablaba por ellas. La mejor publicidad era el boca a boca. Los símbolos de las marcas no eran los protagonistas —o, como ocurre en esta chaqueta, no llevaban nada que las identificase con alguna empresa—. En cambio, hoy vemos cómo las grandes marcas, no contentas con expropiarnos y dominar el espacio público con sus anuncios, pantallas y neones, nos usan como anuncios andantes. ¡Colonizan nuestros cuerpos! ¡Nos marcan! Sus prendas ahora están dominadas por sus logos, por sus símbolos y por sus eslóganes. Incluso visibilizan y se apropian de las luchas sociales que les interesan y les son rentables.
Este es otro de los motivos, además del ahorro de costes de producción, por los que anida esa mala calidad de las prendas y su no-durabilidad —incluso en las marcas caras—. Porque un anuncio que dure cinco, diez o incluso cerca de los treintaiséis años que tiene esta chaqueta, que no perdió ni pizca de color, se acaba normalizando. Y, por lo tanto, deja de ser novedad, de impactar y, por ende, de vender.
Es cierto que nuestra predilección por lo cómodo nos hace decantarnos por lo fácil y por lo que nos ponen a mano. Esto, en un mundo dominado por las grandes multinacionales, donde el pequeño comercio y la pequeña industria cada vez tienen menos cabida, nos hace ser presas fáciles y nos empuja hacia estos circuitos de consumo inestable y antinatural. Pero tampoco debemos dejar de tener en cuenta nuestro poder adquisitivo, cada vez más pauperizado. Este hace que, aunque quisiéramos, nos sea complicado llenar nuestro armario con productos cercanos y respetuosos con el medio ambiente y con el medio social.
Asimismo, no debemos olvidarnos de las ansias, mayores conforme pasa el tiempo, de control social y de manejo de las masas que dominan nuestras sociedades. Como señala Adam Curtis en su documental The Century of the Self ⁽⁴⁾, es a través del psicoanálisis y de las ideas de Sigmund Freud que las grandes corporaciones y demás mandamases se lanzan a dominar a la humanidad a través de sus deseos inconscientes. Así nacieron, de la mano de Edward Bernays —sobrino de Freud—, las teorías de la propaganda y de las relaciones públicas. Estas inclinarían la balanza del sistema productivo hacia la producción en masa que hoy nos consume. Propaganda con la que nos controlan para que busquemos únicamente la gratificación instantánea y la felicidad momentánea y pasajera. Propaganda para que, así, no nos centremos en buscar nuestra mejor versión y no contribuyamos con ella a mejorar el entorno que nos rodea.
Nos dominan y nos empujan —aprovechando los posos del instinto y las necesidades que, como animales sociales, tenemos— a conformarnos con ser uno más de la masa sin sobresalir, y a contentarnos con la protección de la misma.
Y son esos impulsos viscerales los que saciamos siguiendo los estímulos consumistas: estrenar ropa o coche, cambiar de electrodoméstico… Las mismas pulsiones que hacen de «pastor eléctrico» para que el rebaño en el que nos hemos convertido no abandone el corral al que estamos condenados. Que hacen que tengamos miedo a salirnos de éste y que hacen que pensemos que no hay vida fuera de esta pocilga. Todo para, así, impedir que tomemos consciencia de nuestras capacidades y de nuestra fuerza. Para evitar que el dócil rebaño desborde los límites establecidos, estalle, despliegue todas sus capacidades y descargue su furia para alcanzar la vida digna que se merece y por la que trabaja. Para que no se desboque y para que no avance rumbo a una democracia directa, hacia una democracia cara a cara.
⁽²⁾ https://www.revistagq.com/moda/tendencias/articulos/ricos-vestidos-de-pobres/32338
⁽³⁾ https://www.hoy.es/v/20121209/sociedad/moda-pobreza-20121209.html
Deja un comentario