Nueva York, domingo, 30 de octubre de 1938, nueve de la noche: da comienzo un programa de radio nada popular y que solo unos pocos se detenían a escuchar. Orson Welles aparece en escena con su característica voz y comienza a narrar una adaptación de La guerra de los mundos, de Herbert George Wells. Los estadounidenses, fuera de control, salen de sus casas despavoridos. Piensan que la guerra con los extraterrestres ha llegado y que se han apoderado del mundo.
España, viernes, 13 de marzo de 2020, en torno a las tres de la tarde: da comienzo la comparecencia del presidente Pedro Sánchez. Sus intervenciones no suelen ser muy seguidas por el gran público, pero ese día todos los focos apuntan a él. Aparece en escena y sus primeras palabras son acerca del «estado de alarma». Van seguidas de las restricciones que se propondrán para detener una pandemia que arrastra miles de muertes. Los españoles, aterrados, salen de sus casas con guantes y mascarillas corriendo a los supermercados para arrasar con el papel higiénico.
Desde el ángulo comparativo, podríamos llegar a una primera reflexión fácil: «qué tonta puede llegar a ser la gente». Pero ¿no será eso justamente lo que quieren que pensemos? ¿que las masas actuamos por inercia sin pensar? ¿Acaso esta narración no es muy parecida a la que podría hacer cualquier periódico? La fácil reflexión debería ser sobre cómo los medios y los mensajes televisivos tienen el poder de determinar las conductas de los ciudadanos, y cómo las situaciones alcanzan su punto álgido con un mensaje espectacular.
Es obvio que el contexto en ambas situaciones influye. En el relato de Orson, los ciudadanos de Estados Unidos vivían en un estado permanente de alerta. Tras el crac de 1929 y la crisis de los años treinta del siglo XX, los desastres meteorológicos que azotaron diversas zonas del país, Hitler conquistando territorios en Europa y la explosión del dirigible Hindenburg, la radio prácticamente se hizo un indispensable en las casas. ¿De qué otra forma iban a enterarse de las noticias? Los vecinos de la época confiaban ciegamente en todo discurso radiofónico, pues era el medio a través del cual el Gobierno transmitía sus mensajes.
La situación de España, en su lugar, no era tan atroz, pero los medios se encargaron de que sí lo fuera. Llevamos meses escuchando hablar del famoso coronavirus: iba ocupando las portadas tímidamente cuando comenzó todo el revuelo en China. Sin embargo, cuando la pandemia llegó a Italia algo cambió. Los vídeos y las comunicaciones con el país infectado se ampliaron: «Venecia anula su carnaval», «el norte de Italia cierra sus puertas», «hablamos con un español residente en Milán», etc.
Las comunicaciones varían según de quién y qué estamos hablando. Italia pertenece al norte, a Europa; y no solo eso, sino que también pertenece al grupo de élite G8. Sus comunicaciones, por tanto, se hacen directamente desde Italia y el mensaje proviene de los medios italianos. Diferente es la estampa china, pues hablamos de un país con ciertos intereses comerciales y económicos con España pero que no pertenece a nuestro continente, y tampoco sigue nuestro modelo de vida occidental. Contar con intervenciones de ciudadanos chinos, que nos cuenten de primera mano sus vivencias, podría aportar informaciones diferentes a las dadas en nuestro país. Lo que, por supuesto, no conviene a las grandes corporaciones de medios, siempre en guerra capitalista.
Esta unidireccionalidad por la que se caracterizan los mensajes del Gobierno se replica una y otra vez durante la historia. Hombres con una voz convincente, con un tono serio e intrigante, hablan. Y el mundo se para a escuchar esas voces, porque sabe que lo que viene no puede ser bueno. Volviendo a La guerra de los mundos, en esta época la radio era un medio distinguido, sobrio y directo. Nadie atendía a qué persona hablaba, pero con tan solo escuchar un «teniente del ejército», «presidente» o «ministro de defensa» todos se paraban en seco.
Por un lado, están replicando el formato que usan los altos cargos para comunicar noticias importantes a la población, por lo que es bastante complejo (desde esta óptica) no confiar en el mensaje. Sin embargo, no pensemos que estas situaciones son cosas del pasado; no podemos olvidar que tanto los estadounidenses de 1938 como los españoles de 2020 recibimos una enseñanza impuesta: un currículo invisible que no da cabida al pensamiento reflexivo y que nos hace, por tanto, no cuestionar a los medios de comunicación. Es por esta razón por la que todos nos hemos creído más de una vez bulos como: «beber agua caliente previene el coronavirus», «la ministra de Educación afirma que no se dará más clase» (aun sin estar todavía aprobado) o «a partir de las dos de la mañana se rociarán con gas las calles para desinfectar».
El locutor es una parte importante de la historia para que esta suene creíble, pero no podemos olvidar el papel de la prensa, que en ambas circunstancias actúa de la misma forma aun con ochentaiún años de diferencia. La prensa, al igual que cualquier otra empresa, vende un producto, y el producto en este caso es la información. Esta información se manipula atendiendo a los intereses del medio y se lanza al mercado para consumo del público. El problema del asunto, al igual que ocurrió en 1938, es la repetición continua y la exaltación de las cifras poco contrastadas. No hay nada mejor para atraer la atención del público que el morbo, así que… ¿por qué no poner de portada el número de muertos por coronavirus? Sin hacer distinciones, eso sí, entre personas con patologías previas y personas sanas.
Por todo esto, primeramente nos hemos encontrado en un momento de pánico donde la población se vuelve monotemática. Esta olvida todo el resto de problemas que rodean al país, de la misma forma que en Estados Unidos se estuvo hablando durante dos semanas de la «broma» de Orson Welles con la novela La guerra de los mundos por Halloween mientras se ignoraban el avance del ejército nazi y la crisis económica.
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