En mi tierra siempre se dice: «venga, le echo un cuento» cuando se quiere contar algo sobre alguien o sobre alguna situación; cuando lo que se está diciendo pareciera mentira pero no lo es. Esta era la frase de mi abuelo cada vez que se sentaba a echarme el mismo cuento. El viejo ya lleva más de veinte años muerto y ahora, más que nunca, entiendo su tan resonado relato. Él decía que Colombia se consolidaba como un Estado marcado por la ilógica idea de la guerra, la desigualdad, la exclusión social y el hambre, y que todas estas cosas las llevaba de la mano la marcada violencia.
Para la época en que el abuelo contaba el cuento, de Colombia se decía que la mayoría de sus problemas, al parecer, eran a causa de su geografía y composición geológica. «¡Como si la tierra tuviera la culpa!» decía, «¡vaya tontería cuando se pensó en aplicarle modelos extranjeros a esta tierra de indios y campesinos!». En una parte del cuento, recuerdo que mi abuelo hacía énfasis en que, desde el principio de la formación de Colombia, se había impuesto la discordia como eje principal de la discusión. La misma que llevaba a echar un cuento político de una Colombia que siempre está en querellas, bipartidismos, insurgencias y contrainsurgencias. Pues, sentado en la misma silla de cuero donde el viejo echaba el cuento, me parece que ahora el cuento deja de ser cuento.
Mirándote a los ojos, te dejaba claro que el panorama de la Colombia de hace veinte años no necesitaba de sofisticadas fórmulas y geniecitos como los de la radio. Porque el abuelo prefería la radio apagada. Él decía que con la literatura se podía entender cualquier panorama. Y que me preocupara por la historia si no quería terminar siendo parte de esa histeria colectiva: un peón de los medios e insensible frente a las injusticias, un sordo sobre las desapariciones y un tonto con respecto a no entender que una sociedad que no es capaz de asumir sus cambios y reformas entra en un círculo vicioso.
La parte favorita de mi abuelo a la hora de echar el cuento era cuando nos situábamos frente aquellas historias. Era en las tardes frías del campo boyacense, en medio de tres o cuatro niños más. Algunos venían de la lejanía, a cuatro o cinco millas de distancia. Otros, de la casa vecina. Pero, eso sí, cuando la mayoría de las veces la niebla se apoderaba de la tarde y las gallinas se subían a sus árboles, allí entre la leña y la leche, comenzaba el cuento. Un cuento que no era cuento, sino más bien una lección de historia.
Por el contar del abuelo, te dabas cuenta de que la guerra en Colombia parecía un tanto dispersa e impedida de análisis. Donde construir un concepto de nación con referencias estables se volvió cuestión de fondo. «Es que, como país, Colombia tiene que resolver sus problemas de pensamiento y su relación social», relataba. «Esta es su maldición. Una relación entre violencia y política, como una reyerta entre amantes: uno intenta creer en la realidad y el otro vive lo que sabe que es real».
Al final del cuento, siempre me decía lo mismo, mijo: «evite caer en doctrinas políticas ortodoxas, autoritarias y conservadoras». Entonces no sabía a qué se refería el abuelo con esa frase. Lo que sí acabé entendiendo con el paso del tiempo fue, después de haber pasado veinte años desde que me falta el viejo, cuando un día apareció en ensueño para recordarme que me rodeara de cultura, que una imagen compañera suya hace que el cuento se vuelva más cuento y que se pueda volver a creer. Que se pueda mantener la ilusión y entender que todo esto depende de nosotros.
«No le tengas miedo al qué dirán, tenle miedo a que no seas capaz de expresar». El abuelo siempre fue un buen consejero. En sus cuentos, la evaluación era constante: permitía configurar miradas de diversas índoles y abrirse a devenires de cambio.
Hoy me acordé del cuento porque, conversando con una artista, me hizo caer en la cuenta de las implicaciones de creencias e identidades, de detalles y de colores, de existencias y cosas puras, de lo sagrado y lo auténtico, del aquí y del allí. Esa artista que revisa con lupa, que se apodera de peguntas y que formula un mejor presente. Un presente compuesto por un claro mestizaje, unas diversas tradiciones y unos cambios sociales y culturales que se entremezclan con lo popular. El campo con la ciudad, lo urbano con lo rural, lo moderno con lo premoderno.
«Tomar las identidades como una pieza fija o como un elemento sin dinamismo son las claras posiciones de la sociedad», decía ella. «Tómalas como tú quieras, pero no olvides nunca que no es crear un nuevo libreto que no jerarquice. Por el contrario, es crear uno donde se reconozcan y se consagren las virtudes, entendiendo que no existe una historia única. Lo que se tiene es un conjunto de imágenes de un pasado propuesto por diversos puntos de vista. Es un poco iluso pretender que exista un punto supremo que unifique a todos». Así terminó la conversación, sentada, en un jardín, en la misma silla de cuero después de veinte años. Recordándome un cuento que contaba el abuelo y que ya no es tan cuento sino una muestra de nuestra realidad.
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