Toda mi vida ha estado relacionada con el agua. Pero no de un líquido elemento salvaje y destructivo, sino del agua fresca, saludable y limpia. Agua que, desde tiempos antiguos, ha sido aprovechada por las civilizaciones más cultas de la historia de la humanidad. He de decir que tuve el privilegio de conocer las virtudes del agua, como fuente de vida y salud. Viví en el Albayzín y recorrí por varios años el Carmen. Era un verdadero paraíso en la tierra, donde no faltaban fuentes, cuyos caños no gritaban, sino que murmuraban al tomar contacto con el estanque, generando una composición musical que aún recuerdo en mi memoria, a pesar del tiempo transcurrido. Albayzín significa en árabe «el amanecer blanco». Es un barrio para vivir, concebido a escala humana.

En aquel entonces, la Alhambra y el Generalife no eran los conjuntos monumentales, patrimonio de la Humanidad, más visitados del mundo, como sucede en nuestros días. Enrique me facilitó la entrada y después yo, con pantalón corto, tuve el privilegio de colarme en el interior de los recintos, sin llamar la atención, captando con mis ojos esos singulares interiores de los palacios, torres y alcobas, de los que muchos están cerrados hoy al público.

A medida que iba descubriendo los diferentes complejos, había una música celestial que se repetía, aunque con diferentes estrofas, en aquel recorrido: era el agua. No se veía físicamente en muchos de sus tramos, pero se escuchaba, como una fuerza natural que se movía con energía bajo el suelo, a través de interminables canales y tuberías de cerámica o plomo, para surgir, por sorpresa, al exterior y calmar la sed de las plantas o simplemente mostrarse altiva en los surtidores de elegantes fuentes. Todo ello para terminar finalmente rendida en los estanques, dibujando espejos de cristal, a modo de inmensas acuarelas que duplicaban el tamaño de los monumentos y árboles que en estas albercas coquetamente se miraban.

En aquellos tiempos, no eran turistas los que se interesaban por la Alhambra, sino mayoritariamente artistas pintores. Entablé conversación con algunos artistas alemanes, quienes tenían sus caballetes clavados al lado de las albercas. Sus obras eran tan hermosas, con luz propia que, sin duda, hoy estarán decorando grandes mansiones o expuestas en célebres pinacotecas.

Al inicio de la Cuesta del Chapiz y al final del Paseo de los Tristes, animamos al viajero a que descubra la fuente más legendaria de Granada: la Fuente del Avellano. El trayecto a pie es de 1,5 km, que se recorre en solo 22 minutos. Es un sendero envuelto en una vegetación de ribera, que se convierte en una puerta que se abre a lo desconocido, a través del fascinante viaje que es nuestra propia existencia. Fue aquí donde el ángel Azael se le apareció a Alhamar, primer monarca nazarí, animándole a construir la Alhambra. Este sendero era el camino de la vida, al decir de algunos poetas musulmanes.

Precisamente los senderos han marcado siempre mi vida. Ahora, próximo a los setenta, si me pongo a pensar, comprendo el no haber titubeado nunca a la hora de elegir uno u otro sendero, cuando me he encontrado con bifurcaciones. Es probable que una llamada interior me aconsejara cuál era el camino correcto.

De pronto, tras un recodo, llegamos al pequeño edificio que alberga la fuente. Según algunos investigadores, esta era la fuente de las Lágrimas de los poetas árabes, cuyo nacimiento brota a escasos metros, cerca del enclave conocido como «La Silla del Moro», en el valle de Valparaíso, sobre la margen izquierda del río Darro.

Las aguas de esta fuente son de excelente calidad, muy pura, saludable, con propiedades curativas, ideales para hacer una buena digestión, después de una copiosa comida. Según leemos en diferentes escritos, estas aguas tienen unas virtudes curativas increíbles. Las crónicas de otro tiempo revelan que los enfermos que acudían a beber de ella, al poco tiempo lograban sanar sus enfermedades. 

En Plaza Nueva, bajando a mano izquierda y subiendo por la empinada Cuesta de Gomérez, es donde se inicia el acceso al recinto de la Alhambra, visita obligada de la Granada de siempre. Paso obligado de los viajeros románticos que, en los siglos XVIII, XIX y comienzos del XX, llegaron a esta ciudad de ensueño para descubrir sus encantos, embrujo y misterio y transmitirlo a través de sus escritos a todo el mundo.

Tras pasar bajo la Puerta de las Granadas, ya estamos dentro del primer recinto del complejo ajardinado de la Alhambra. A nuestra derecha, las sólidas Torres Bermejas. Y es a partir de aquí, cuando el viajero, que hace el recorrido a pie, como mandan los cánones en este caso, comienza a tener constancia de que ha penetrado en un paraíso en la Tierra, a escala humana.

El rumor del agua, que corre por canales abiertos a ambos lados del pronunciado camino y, también, las venas de agua subterránea, entre la espesa floresta que impide la entrada de los rayos solares, nos sumerge en otra dimensión. De vez en cuando, alguna fuente, que muchas veces no se ve, pero su rumor explota en el aire como una agradable sinfonía, hasta llegar a la monumental Fuente de Carlos V. A tan solo pocos metros de la Puerta de la Explanada, también conocida como de la Justicia, que muestra en su fachada dos símbolos: una mano y una llave. Según la tradición musulmana, quien logre unirlos será poseedor de todo el complejo de la Alhambra. Esta monumental puerta, en trazado interior en codo, nos permite acceder al siguiente recinto interior amurallado de la Ciudad Roja.

Al otro extremo del recinto palaciego; la Torre del Agua, envuelta en un ambiente sombrío, por la espesa vegetación. A través de un acueducto aéreo que se confunde con los baluartes de la fortaleza, el agua procedente del río Darro entra en esta torre, desde donde se reparte por todo este sector de la Alhambra. Es asombroso ver la entrada de un canal asilvestrado que penetra por los cimientos de los taludes de las murallas con rejas para evitar el paso de personas y las hojas caídas. Luego, ya domesticada, se distribuye a través de una red de canales subterráneos de plomo que afloran en los lugares establecidos por los ingenieros nazaríes, para el riego de los jardines, huertos y en fuentes de los edificios palaciegos, con tuberías de cerámica, realizadas con piezas cónicas de unos veinticinco centímetros de largo y quince de diámetro, perfectamente engarzadas entre sí por sus extremos, de tal forma que no pierden una sola gota del líquido elemento.

En los canales que alimentan de agua las diferentes albercas y fuentes y también los conductos que facilitan el riego de los huertos, hemos comprobado que la pendiente de todas las canalizaciones no supera el 5 %, que era la científicamente establecida por los ingenieros islámicos para estos menesteres. Con ello, el agua se desliza con suavidad, pero sin pausa, dentro de los conductos descubiertos. En ese momento, recordamos una de las múltiples leyendas que envuelven el misterio de la Alhambra y que hablan de un total de 19 kilómetros de pasadizos subterráneos, donde se oculta un tesoro enterrado, vigilado por demonios o seres parecidos.

Nos encontramos, por tanto, ante una de las más fascinantes obras de ingeniería hidráulica de la historia medieval, a nivel mundial. Los nazaríes supieron crear un paraíso en la Tierra. Es decir, un recinto militar y palaciego que, envuelto entre exuberantes jardines y huertos, se convierte en un adelanto del Edén. En este alcázar fijaron su residencia 28 monarcas granadinos a lo largo de 260 años de la historia de la España islámica. No es nada extraño que Boabdil, tras la entrega de las llaves de la ciudad a los Reyes Católicos, en las proximidades de las Gabias —lugar conocido como «El Suspiro del Moro»—, al girar su cabeza hacia su querida Granada, llorase amargamente la pérdida del paraíso, mientras Aixa, su madre, le recriminaba el no haberlo sabido defender como hombre…

Al hablar del Edén, no podemos dejar de hablar de la joya de la corona: el Patio de los Leones («Sahán-al-Osud»). El recinto, sin duda, es el más famoso y seductor de todo el complejo palaciego de la Alhambra. 

El Patio de los Leones, entre los Jardines del Partal y el Patio de los Arrayanes, es un rectángulo perfectamente realizado por los arquitectos nazaríes, concebido bajo las normas de la concepción áurea (1,618), en tiempos del monarca Muhammad V, en 1370.

Este patio ocupa una superficie de igual dimensión que un marjal (unos 570 metros cuadrados). Su planta está dividida a modo de «cahar bag» (jardín cuadripartito, separado en cuadrantes iguales mediante canales de agua), para simbolizar armoniosamente el Paraíso y sus cuatro ríos sagrados. A su alrededor, un pórtico encuadrado de galerías y fantásticas arcadas que se apoyan en 124 columnas de mármol blanco, procedente de Macael (Almería). Sus capiteles, bellos y elegantes, son característicos del arte de los nazaríes. En estas esbeltas columnas y floreados capiteles aparecen grabadas frases que proclaman la divisa de la Granada nazarita que, a través del tiempo, se ha convertido en el símbolo de al-Andalus por excelencia: «Lá gáliba illa Alláh» («¡No hay vencedor más que Dios!»).

De las galerías oriental y occidental, cuyos arcos de medio círculo son muy peraltados, avanzan sobre el patio graciosos templetes rectangulares compuestos por doce arcos que recuerdan a estalactitas de mitra, con tímpanos de calada labor persa de rombos, sostenidos por columnas ideales con capiteles cúbicos recubiertos de inscripciones alcoránicas, lazos y ataurique primorosamente cincelados. El pavimento de los quioscos es de mármol y sus cúpulas hemisféricas y ensambladas interiormente con labores de lazo que describen polígonos y estrellas, cubriendo el de la galería oriental un casquete de tejas de colores esmaltadas y el frontero un tejadillo ordinario que se reformó a finales del siglo XVII. Estos quioscos y la fuente que ocupa el centro constituyen la nota característica del Palacio del Harem.

Al contemplar de cerca esta fuente, no podemos evitar recordar al escritor francés Théophile Gautier cuando, en mayo de 1840, visitó la Alhambra. Desafiando los elementos, este maestro de la pluma durmió cuatro noches al raso, en el interior del patio de los Leones. Así, con estas palabras describió aquella gesta: «Fueron los momentos más deliciosos de mi vida. Nos instalamos en la Fuente de los Leones con dos colchones, una lámpara de cobre, una jarra de barro y unas cuantas botellas de Jerez que metimos en la fuente para que se enfriaran».


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