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Testimonio de una extinción - La Independiente Revista

Testimonio de una extinción

—Hace cien años, ˈ⅂ɐıℲ parecía el lugar perfecto para vivir —solía decirnos Papá—. ¡Fíjate en ese verde! —me gritaba mientras señalaba al bosque esférico sobre el que orbitábamos—. Es más profundo que los zafiros ionizados de Gɹid IV. Y Gɹid IV es mucho Gɹid IV, ¿sabes? Que tú ahora ves a tu viejo siempre currando. Ea. Yo he cantado a la luz del electrón en los confines más oscuros de nuestro sistema —y volvía a dirigir su mirada al led. Tenía todo el cuerpo en tensión, y sus dedos rozaban las cuerdas de la trastabillada guitarra del abuelo.

A simple vista, parecía que no tenía ningún desperfecto. Aun así, solo tenías que prestar atención a los primeros punteos de blues para darte cuenta de que las cuerdas estaban desafinadas. 

El Abuelo las afinaba cada vez que comenzaban los días ⁽¹⁾, pero Papá no quiso aprender del Abuelo, como tampoco quería quedarse con la granja. Es por ello que siempre que cantaba frente al led había algo que sonaba desgarrado y roto. Él lo sabía, y por eso esa noche prefirió maravillarnos contándonos cómo era la vida fuera del satélite.

—Ya veréis, el invierno que viene os voy a llevar a Freidhelski. ¡Os va a encantar! —se rio y dio un sorbo rápido a la lata de JɥıԀA!.

—En la puerta del Heltoudston, el mejor hotel de Osasburgo ⁽²⁾, me tuve que encarar con el botones porque el listo se negaba a coger el equipaje de tu madre, Ginny —miró a mi vera. Por una vez, Ginny había removido los mechones rubios que suelen cubrir sus ojos para prestar atención a Papá—. Me soltó que «ese trabajo está reservado para los segundos botones» —relató mientras imitaba el típico acento unionista y señalaba a un imaginario KTT 3000—. Toda la hoguera estalló en carcajadas.

—¡Reíd lo que queráis! Ese pequeño diablo cromado le voló un diente a vuestro viejo —en ese instante, lo único que podías escuchar era el automático sonido de las baterías—. No lo recuperé hasta dos años más tarde en una tienda de empeños en Old Brooklyn —sacó una cadena dorada con un diente amarillento y una «A» colgante. La pieza reflejaba las estrellas más intensamente de lo que brillaban en su origen, donde el azar galáctico decidió que debían nacer. 

Las noches se hacían largas en el satélite. En su periodo de hibernación, el Calkyhorum crece en una atmósfera de hidrógeno con una temperatura constante de 4 298 grados Fahrenheit, por lo que los invernaderos no necesitaban más que una mera supervisión. Cuando te tocaba el turno de guardia, pringabas. Te sentabas en lo más alto de la más humilde torre a vigilar los infinitos bancales de valioso moho creciente. 

Al menos, los cinco primeros minutos. Luego, tu vista se dirigía a la colosal esfera verde levitante en un fondo monocromático. ˈ⅂ɐıℲ poseía un verde más intenso que los ojos de Oliv gracias a los bosques extensivos de magnolias que lo recorrían. 

«Hace eones, ˈ⅂ɐıℲ era azul y tus tatarabuelos huyeron de ahí escondidos en la bodega de un carguero», me decía El Abuelo. Nunca le terminé de creer, debido a la frecuencia y el ímpetu con que usaba la palabra «eones». 

Mirar al cielo fue nuestra principal actividad mientras crecíamos en la granja. Personalmente, siempre me ha hecho sentir insignificante y poco relevante. Sin embargo, la compañía de Papá y los primos me reconfortaba en las frías y largas noches.

Conforme mi mono lunar aumentaba de talla y mi cara decidía integrar y deshacerse de distintos cráteres, ˈ⅂ɐıℲ iba cambiando también. Manchas marrón claro comenzaron a extenderse desde distintos puntos, hasta que lo cubrieron todo por completo y dejamos de recibir noticias del exterior. Las ventas de Calkyhorum eran constantes y, sin embargo, el viejo Tom ya no bajaba con una humeante sonrisa recorriendo su rostro, sino con una unidad de movilidad extravehicular y un casco opaco. 

—No hubo actualizaciones del diario—respondía con una voz neutra.

—Venga, Tomy, enróllate, cuéntanos qué está pasando por ahí abajo —insistía Papá—. Seguro que has pillao cacho y no nos lo quieres contar, ¿eh? ¡Vaya golfo! —su media sonrisa y sus ojos vidriosos no surtieron efecto.

—Esa es toda la información que poseo —y el viejo Tom volvía a marcharse sin beberse ni una JɥıԀA! con mi viejo.

Más tarde, el cobre tornó en un tono óxido que precedió a las tímidas manchas gris claro en las zonas más cercanas a los extremos verticales. En ese momento, Papá me prohibió seguir acompañándolo a las ventas. 

Años después, un negro más denso que el lienzo estelar invadió todo. 

Testimonio de una extinción Papá

Papá seguía yendo a las ventas. Esperaba que solo su primogénito se percatase de la mercancía acumulada. Desde la ventana de mi cuarto ya no sobrevolaban naves sobre nuestra órbita, solo gigantescos cruceros militares en dirección a ˈ⅂ɐıℲ.

El silencio se hospedó en nuestra casa y la hizo suya. Ya no preguntábamos por nuestra marca favorita de vitaminas, ni por el suero con sabor a Trópico, ni por los contenedores apilados camino al puerto. Los relojes holográficos y calendarios bianuales se volvieron nuestros enemigos, y poco a poco fueron desapareciendo de la entrada, la cocina y el salón. Ninguno de nosotros sabíamos quién, ni cómo, ni cuándo, pero sí que algo ocurriría. Hasta que ocurrió.

Hace unas horas, vi dos cazas enmarcándose en mi ventana y justificando mis insomnes hábitos.  Mi adrenalina se vio frustrada cuando, inmediatamente, escuché a Papá saltar de la cama, vestirse y soltar un inmediato:

—Quédate aquí y cuida a los críos.

Le vi alejarse recorriendo el camino que tan bien conocíamos y reunirse con dos desconocidos ataviados de negro. Se presentaron entregando un montón de papeles y pidiendo que Papá firmara en ellos. A pesar de todo, parecían bienintencionados.

Treintaiséis horas. Nos dieron hasta treintaiséis horas para desalojar la granja. Después, la arrasarían y ampliarían el invernadero por toda la superficie del globo. Definitivamente, el sistema ya no nos necesitaba. No nos dijeron adónde tenían pensado llevarnos, pero sí que había una nave preparada para nosotros.

Papá se negaba, lógicamente. Llevaba veinte años viéndole echar pestes del curro, del Calkyhorum y de todas las piedras a un mínimo de veinte metros de las verjas. Su pena era lo único que no podían robarle. Era lo que le hacía agarrar la guitarra e intentar aprender cuando todos dormíamos.

—Meteos todos en el sótano —su voz no dejaba lugar a dudas— ¡Tú! —colocó en mi pecho el qƎ⁆rp-3Ɫ que decoraba la entrada y me ordenó—. Ve a la torre; me tendrás que cubrir.

Eso fue todo lo que nos dijo.

Ahora mismo, le veo agazapado en el petate que acabamos de improvisar en la entrada. Estoy seguro de que está pensando en todos los posibles escenarios para intentar adelantarse a ellos. Él tiene esperanza. Eso es lo que siempre me ha fallado. Solíamos mirar juntos las estrellas pero, sin embargo, donde yo veía el techo de una celda, Papá imaginaba cómo sería la vida en esos diminutos puntos de luz y soñaba con llevarnos ahí.

Ojalá pudiera quemar este papel ⁽³⁾ esta noche en la hoguera. Ojalá no lo encuentren ni Gin, ni Oliv, ni ninguno de los primos. Es más, ojalá nadie lo lea nunca. No hay salida, solo laberinto.

Le di. Al hijo de puta que ha matado a Papá. Ha salido al descubierto después y le he dado. Ahora solo queda uno. Me ha disparado, pero solo me ha rozado. Huele a quemado. Está viniendo. Estoy preparado. Sigo bajo las estrellas, pero ahora estoy solo.

Notas para el visitante

⁽¹⁾ En el satélite y4523482 los ciclos de luz son monoestrellares y poseen una duración de 14 días alternos.

⁽²⁾ Núcleo urbano subterráneo que, en su apogeo, llegó a ocupar dos terceras partes del planeta q06497536u453Ǝ, cuyos habitantes denominaron «!⊥ʌcʌ» («Tierra») y, finalmente, «ˈ⅂ɐıℲ».

⁽³⁾ Material sobre el que se realiza la obra.

Manuscrito realizado con un desconocido pigmento ferroso, hallado en las excavaciones intrasísmicas del satélite y4523482. Estas excavaciones fueron llevadas a cabo por el departamento de Artes Formales de la Universidad de £F!0//. El fragmento pertenece a la Edad Prehazzëtha, periodo marcado por el desarrollo de las formas de vida carbónicas. Entre todas ellas, destaca el Imperio de Øhyorgh por su acelerada expansión cósmica de carácter parasitario, la cual, a su vez, fue causante de su propio declive.

Este manuscrito se trata del último testimonio conservado de un humano nacido en el cuadrante X&0’’ç.

Gracias por visitar el museo de Civilizaciones Desaparecidas de £F!0//.

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