Francis será un bicho, pero es el bicho menos bicho que he visto. Esta mañana me desperté plácidamente, después de un sueño profundo, esclarecedor y tranquilo. Probablemente, eso me hizo bajar la guardia y, a doce pasos de mi cama, me encontré a mi mejor amigo convertido en un monstruoso bípedo.
Justo antes de entrar en mi esquina, se encuentra un cartel. Este diferencia mi espacio del exterior con un sencillo pero claro rótulo de letras negras sobre madera. En él, por si a algún gusano peregrino mendicante se le ocurriera probar suerte, se puede leer: «está usted entrando en propiedad de Sir Howard Lee Bugman. Si no le conozco y no quiere ser devorado, márchese».
Mi esquina no es muy grande; se compone de una sala principal que te redirige a otras dos estancias. Una es mi cuarto; la otra, la despensa. Esta última está organizada concienzudamente, ya que se encuentran dispuestos tres montones diferenciados por el tipo de alimento: bolas naranjas, olas amarillas y cubos rojos. Es mejor que la de Ernie, que apelotona toda la comida en un solo montón, pero no tan obsesiva como la de Tommy, que solo puede tener montones divididos en múltiplos de siete. Ni comentar debo que, por supuesto, Francis no tiene ningún tipo de organización y que ha llegado incluso a dormir sobre un montón de olas amarillas a modo de cama.
La dieta es la base de la buena vida para cualquier artrópodo que se aprecie. Es por ello que me alimento rigurosamente de una bola naranja para desayunar, una ola amarilla en la comida y un cubo rojo para cenar. Otra ventaja de este sistema es la facilidad con la que reviso las provisiones al levantarme y antes de acostarme. Esos dos momentos del día me producen un intenso placer, me llenan de satisfacción y animan mi espíritu. Como todo buen insecto, disfruto de las operaciones matemáticas complejas y la abundancia de poder proveer a diez u once generaciones de la colonia. Desde el ascenso a la superficie, todo había ido como la seda.
Tal es mi asombro cuando esta mañana percibo las feromonas de Francis en la despensa, que reviso el acopio y noto la ausencia de tres bolas naranjas. Me dan temblores al pensar que puedo estar delante de la suma más melancólica de mi vida. Mis antenas se tensan. No puede ser, tengo que haberme equivocado; hasta los ciempiés tropiezan de vez en cuando. Reviso todo unas trece veces más y nada, todo apunta a que Francis sigue siendo la misma bestia insaciable que antes del ascenso. En aquellos tiempos podía entenderlo: el subsuelo era duro con toda esa humedad y con las ratas y reptiles arrebatándonos las sobras que nos correspondían por derecho. Ni que hablar tengo sobre cómo era la superficie entonces. Todos nos querían aplastar: las máquinas, los bípedos, la luz…
Vivir huyendo o escondidas no era manera de vivir, pero sabíamos que nuestra era llegaría. Al final los profetas tuvieron razón, aunque tardaron en dar con la fecha (entre dos y trescientos millones de años hay un margen bastante amplio). Sin embargo, desde el gran estruendo, no hay colonias hambrientas ni cazas entre los nuestros. ¡Por Dios, que solo en este solar tenemos suficientes provisiones para once generaciones! ¿Por qué me haría algo así? ¡A mí, que compartí mis bolas naranjas aguachadas en los peores inviernos! ¡Yo, que soy sangre de la sangre del primo Bill! ¡A mí, que le invité a buscar suerte en la superficie cuando todo quedó en silencio! Si no fuera por mí, seguiría ahí abajo junto al resto de perdedores que no tuvieron el valor de arriesgarse y que, consecuentemente, no pueden disfrutar de una esquina propia con unas espectaculares vistas de las nubes grises.
Entiéndanme, como buen artrópodo que se precie, no soy violento. Si puedo escapar de una pelea, ¿por qué iba a querer mancharme las patas? Pero tengo mis principios, y una ofensa como esta no puede quedar impune. Tampoco es que vaya a matarle y comérmelo, no somos bestias, pero ese cabrón tiene una deuda conmigo. Hablaré con él y, si acepta pagarme hoy con un interés del cuarenta por ciento, olvidaré este pequeño accidente. Si no, tendré que recordarle quién le llevó a donde está ahora y lo que eso significa. La verdad es que tengo la esperanza de que esto no se alargue en el tiempo, porque no estoy acostumbrado a una actividad física intensa.
Así pues, me preparo para lo peor. Hago unos estiramientos, ejercicios aeróbicos, anaeróbicos, estiramientos otra vez y, por último, speech motivacional frente al cristal semirreflectante.
Para llegar al cuarto de Francis tengo que atravesar todo el solar en dirección norte. Yo vivo al sur, Ernie al este y Tommy al oeste. Así, si queremos visitarnos, solo debemos movernos en línea recta. El trayecto es largo y se hace cansado, aunque no puedo negar lo estimulante que resulta siempre: me encantan las cosquillas que me producen los filamentos del peludo suelo, los distintos tonos de gris dependiendo del punto en el que estés del piso y la gran figura negro carbón que proyecta la pared del salón.
El salón se compone de un cilindro central del que sobresalen cuatro líneas curvas de cada extremo y un círculo más pequeño coronándolo. Además, la línea tiene un acabado puntillista exquisito, como si lo hubiesen plasmado en un instante y no hubiesen podido definirlo. Y, sin embargo, no hay un mínimo descuido. En estos detalles es donde se encuentra la elegancia magna, ejecutando un trabajo a la perfección pero sin hacerse notar.
Quizá otro día me detendría a observar todo aquello, por si pudiera sugerirme algo nuevo, pero hoy no era ese día. Hoy el gris es especialmente claro, un olor extraño impregna cada rincón de la sala y tengo la sensación de que la figura de carbón se abalanza sobre mí. Se juntaron todos y cada uno de los ingredientes necesarios para formular la angustia que me hizo atravesar la habitación con la mayor premura posible.
El olor se va intensificando conforme llego al cuarto de Francis y al llegar me paro en seco, se me hielan las escamas y mis párpados no pueden parar de cerrarse y abrirse. No puede ser. Francis está tendido en el suelo, tan rígido como sus antenas cuando busca saciarse. De su lengua no fluye una observación impertinente sobre el tiempo, sobre mi peinado o sobre mi forma de vestir a modo de saludo, sino una ausencia tan densa como triste. No entiendo nada. Ayer estaba cantando, bailando y delinquiendo tan tranquilo, ignorando mis gritos y amenazas y hoy no está. ¿Por qué? Él no…
No sé cuánto tiempo llevo paralizado observando, pero no aguanto más. Abro mis mandíbulas y le arranco las dos patas izquierdas delanteras. Mastico rápido. En menos de tres segundos procedo con la pata izquierda restante. Calculo mal y me llevo parte del ala por accidente, pero no importa mientras deje la cabeza para el final. Mi boca comienza a emitir crujidos que retumban por toda la estancia; uno, dos y tres son los bocados que necesito para terminar con las patas.
Manco de todas sus extremidades y tan quieto, Francis me recuerda a las cajas de madera que los bípedos guardaban bajo tierra. No quiero recordarlo, nosotros no somos bárbaros. No abandonamos los restos de los nuestros, sino que los liberamos de la materialidad y traspasamos su voluntad a las nuevas generaciones. Antes de la cabeza, tengo que triturar el torso y las alas. Es la parte más dura, pero Francis no merece menos. Ñam, ñam, ñam. Quiero llegar al final, a la deliciosa y jugosa cabeza, con sus ojos y antenas. Antes de reparar en ello ya terminé. Por fin, por fin llega mi momento y, de un mordisco, finiquito con el sufrimiento de mi amigo. Qué bueno, qué rico, tiene todavía aromas a bola naranja. Es delicioso. Termino de masticar, trago y eructo. La habitación esta desordenada. Y en silencio.
Mierda.
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