Qué horrible es la soledad, ¡qué terrible es sentirme sola!

Cuando vivía en ese pueblucho en el que nací, pasé la infancia con el anciloterio sin raza de mi abuelo; como único consuelo cuando me sentía sola. Con aquella edad jamás sentí que me comprendieran mis amigos o mi familia. ¡Cómo no iba a exigir comprensión a aquella bestia de carga! Su afecto me reconfortaba. Aquel animal no me obligaba a estudiar, ni me hacía sentirme mal por no pensar en peinados, ni en ropa, ni en hablar de chicos.

Cuando crecí en el pueblucho, pasé la juventud encerrada en mi habitación o sola en el bosque. En aquel pegote de árboles en las afueras nunca entraba nadie salvo yo. Allí me sentía tan a gusto como en mi habitación, con la diferencia de que tenía más espacio para bailotear a solas —ese lugar ya no existe, ahora es una urbanización que se queda vacía la mayor parte del año—. Mis amigas me dieron por perdida y prefirieron ir con los apuestos muchachos que bebían cerveza y vagaban de pueblo en pueblo en moto. Mi madre me dio por perdida por otras razones. Además, el anciloterio murió, así que toda mi esperanza se volcó en ese padre que abandonó a mi madre cuando apenas tenía memoria…

…y cuando comprendí que ese recuerdo borroso nunca vendría a buscarme, decidí cambiar. Me forcé a ser una chica más: una que buscase novio y se pasase todas las noches que pudiera de fiesta. Ahora me doy cuenta de que el intento me salió mejor de lo que yo pensaba por un detalle curioso. Al igual que aquellas a las que intentaba imitar, no se me ocurrió fijarme en cómo solían acabar las que vivían así: embarazadas sin estudios ni trabajo, dependiendo toda la vida de alguno de esos imbéciles, convertido en un vago que pasa el día en el sofá mirando los partidos de Tacca en la tele. Y lo cierto es que fui feliz así, durante una corta temporada. Mi madre se casó con otro hombre que, la verdad, era más amable conmigo que yo con él, y pude disfrutar de lo que era tener amigos y ligues.

Pero en el fondo sabía que yo no pintaba mucho allí. Lo que me importaba y lo que le importaba a aquella gente tenía poco que ver. Mi verdadero momento de disfrute era cuando llegaba a las tantas a mi habitación y me tumbaba a mirar el techo. Estaba convencida en lo profundo de mis pensamientos de que cuando probara aquellas cosas que había evitado hasta mi cambio de rumbo, como el sexo o el alcohol, o bien me darían tanto asco como me había convencido durante años, o bien me daría cuenta de que eran lo más placentero de la vida y me abandonaría completamente al vicio… Y, curiosamente, no pasó ninguna de las dos cosas. Emborracharme y follar se convirtieron en dos pasatiempos bastante interesantes que, sin embargo, no le dieron más sentido a mi vida. Descubrí, además, que me encantaba bailar con gente; al principio los movimientos salvajes y pegajosos que hacíamos en los baretos, y más adelante me di cuenta de que todo lo que veía en televisión tenía algún punto interesante para mí. Para mi propia sorpresa me volví una de las pocas jóvenes que dominaba el baile tradicional de la comarca.

Solo hubo alguien a quien invité a entrar en mi habitación y a quien, incluso, dejaba entrar en el mismo baño donde estaba yo cagando. El único novio de verdad que tuve en el pueblo. Nos dimos cuenta al instante de que estábamos en el mismo bando cuando notamos que ambos nos aburríamos donde fingíamos divertirnos. Me enseñó muchas cosas que ni sabía que existían: la música que escucho ahora y el tipo de novelas que leo son legado suyo. Pero nos separaba una terrible grieta: él había encontrado trabajo allí y yo estaba dispuesta a hacer lo que fuera con tal de poder dedicarme al arte que había dado sentido a mi vida. Decidí irme a la ciudad.

«Allí hay gente sensible, gente que lee, gente como yo, y no me sentiré sola». Me equivoqué al pensar eso. Ahora estoy en un triste cuarto alquilado, lleno de luz naranja de farola, cuya única ventana da a una triste pared de ladrillo que ni siquiera tiene liquen y no toca ni una hormiga. Una vez vi a una solitaria araña atravesándola en diagonal y casi me dieron ganas de llorar por ver algo vivo moviéndose allí.

Los amigos que tengo no me entienden, en ese triste empleo soy la compañera que no sale de fiesta. No soy capaz de repetir la farsa que hice en el pueblo y tampoco le veo sentido. Llegué a amar a otro chico —un romance tórrido como les gustaba imaginar a mis primeras amigas—, pero cuando llevábamos unos meses juntos descubrí que se acostaba con otra, más morbosa, supongo, y dejé de hablarle, pues no quería hablar con él ni para insultarle. Prefiero que ese imbécil no sepa las ilusiones que me hice con él.

Siento como si mi vida consistiera en quitarme piedras de encima mientras me caen montañas. Ojalá pudiera replegarme en mí misma. Mi cuarto, mi habitación, mi bosque. Doblarme infinitamente y alejarme de todo como esas singularidades de astros supermasivos que leía en los libros. Apretarme en un punto, hasta que esté en un lugar en el que solo exista yo. Yo seré todo el universo, todas las deidades, y como solo existiré yo, no me sentiré sola, y como solo estaré yo, no seré egoísta al pensar en mí.

Sola, sola, sola…


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