Recuerdo la primera vez que supe de él.
Buscando en los antiguos volúmenes de la biblioteca de mi padre encontré gran cantidad de libros que me mostraron cómo era el mundo, pues pasaron muchos años hasta que pude salir de los muros de mi casa a causa de mi enfermedad. Recuerdo cómo pasaba horas mirando cada uno de ellos, al principio sólo los dibujos y los títulos. Hasta que, siendo una niña, me atreví por fuerza de voluntad a leer largas páginas llenas de letras. Tal era mi necesidad de saber.
Pero no era la estupidez que intentan enseñar en las escuelas de la lectura como algo limpio, correcto y civilizado, todo cuadriculado. Ni tampoco era la idiotez de los poetas de ahora, que sólo saben quejarse de que Fulanita no les quiere. Era algo oscuro y morboso. Para mí el conocimiento era emoción, conquista, poder. Ahora he aprendido que es el mayor poder que existe, pero en el aquel momento era el único que me podía permitir. Afortunadamente, la suerte me alejó del amor y de los colegios, las dos trampas que podrían haber podado mi mente. Sí, si las mentes son jardines, la mía está tan asilvestrada que es una selva, y me alegro.
Como digo, aboné mi mente con todos los libros que cayeron a mis manos. Los mares y montañas del mundo, las criaturas que lo habitan, sus pueblos, sus costumbres, sus leyendas… y su historia. El saber que el mundo que me rodeaba fuera de aquellas paredes era el resultado de otros mundos distintos que habían existido antes fue un descubrimiento orgásmico para mí (de hecho, cuando años más tarde descubrí los verdaderos orgasmos, me supieron a poco).
Casi todos los libros contaban la misma historia: fantásticos griegos luchando contra «malvados» persas, romanos «civilizando» el mundo, cristianos «corrigiendo» a ambos pueblos, la lucha contra el islam, los europeos «iluminando» el mundo… Y el resto del mundo en tinieblas. Hasta que, en lo más profundo de aquellas estanterías —mi propio Paraíso Perdido— (donde también había un volumen de John Milton, por cierto), encontré el objeto que más he amado desde entonces: una obra titulada Historia Completa del Mundo. No creo que fuera completa, pero en gran parte sació mi deseo de saber lo que otros no podían o no querían contarme: los misterios de China y la India, los pueblos que habitaban América antes de que les matasen las epidemias o los reinos de África antes de que los «civilizasen». Los tocarios pelirrojos, los gálatas celtas, los misteriosos ligures, los feroces mongoles que casi dominaron el mundo.
Y, entonces, lo vi. Recuerdo aquel dibujo del acantilado de Bīsītūn. El increíble relieve que Darío I de los Aqueménidas, el shāhanshāh de Irán, mandó realizar para celebrar su victoria sobre los nueve reyes rebeldes. La historia de cómo se descifraron sus inscripciones, en persa antiguo, babilonio y elamita, me absorbió completamente. Aquel dibujo, por algún azar, se convirtió para mí en un símbolo de lo que quería alcanzar cuando fuese libre. Se convirtió en el emblema del misterio y la intriga.
Pasaron varios años y mi voluntad, junto con los avances de la medicina (y la suerte de tener un padre rico) me permitieron acceder gradualmente al mundo que había fuera de mi casa. Nunca disfruté mucho del contacto con mis semejantes, pero era mejor que estar encerrada más tiempo entre aquellos muros, deseando poder ver de verdad lo que estaba dibujado en los libros.
De hecho, con el tiempo casi acabé dejando de hablar con los demás, salvo para poder volverme más erudita respecto a lo que me interesaba. Para todo lo que no fuese conocimiento renegaba de las conversaciones. Acabé peleándome con todas mis amistades: yo pensaba que ellos nunca me comprendían, o que intentaban aprovecharse de mí. Ellos se quejaban de mi frialdad y mi falta de comprensión. Ahora que ha pasado tanto tiempo, creo que ellos tenían más razón que yo, pero ya es demasiado tarde.
Cuando mi padre murió, y pude quedarme con una grandiosa herencia, tenía tantos libros que doblaba en tamaño la biblioteca con la que me crié. Con semejante provisión de libros, mi antigua cárcel, la casa que ahora heredaba, se me antojaba un palacio donde resguardarme del mundo. Pero, cuando me disponía a encerrarme y olvidarme de lo que había fuera, me di cuenta de que me faltaba algo.
Antes de alejarme para siempre de un mundo que me fascinaba como conocimiento, pero que como experiencia real me resultaba muy insatisfactorio, tenía que cumplir un viejo sueño que había olvidado mientras me desesperaba intentando encajar con los demás.
Tenía que ir a Bīsītūn en persona, a ver a Darío I derrotando a los reyes rebeldes.
Sentí una sorda inquietud bullendo en mi interior. Ni siquiera cuando me atreví por primera vez a plantar cara a lo que había fuera de mi casa había pasado tanto miedo.
Aquel viaje fue increíblemente arduo, y más porque viajé sola. Y, además, siendo una mujer, tuve que aprender a fingir que era un varón. Fue muy complicado aprender cómo aparentar que se tiene un leve bozo (para parecer un joven occidental aún imberbe) y más aún me costó aprender a moverme y gesticular como haría un varón, y cómo vestir. Afortunadamente la maravillosa biblioteca de mi padre disponía de toda clase de información.
Tras pasar cada vez más hambre, sed, calor y frío, mientras me iba alejando cada vez más de donde había por aquel entonces trenes y luz eléctrica, sentí, por debajo del miedo y la angustia, la alegría de saber que iba a cumplir un viejo sueño.
Cabe decir que, cuando llegué a la provincia de Kermānshān, no hacía calor precisamente, como suele pensarse. Era invierno, y llegaba el frío de los Montes Zagros. El cielo estaba tan gris como la pared de piedra, y la pradera en la que estaba se empezó a encharcar con la llovizna que traía el viento frío.
Entonces empecé a distinguirla a medida que me acercaba. La inscripción de Bīsītūn.
Ante mí tenía la figura del rey de reyes sometiendo a sus enemigos, con el faravahar sobre él, y las inscripciones en tres idiomas distintos. El símbolo de mi infancia y, podría decir también, el símbolo de todo lo que me importaba. Desgraciadamente, en la última guerra soldados europeos lo usaron para prácticas de tiro, así que los cañonazos lo destrozaron, y nadie podrá volver a verlo como yo lo vi.
Quedé sobrecogida y atemorizada mirando aquello, construido ante la ruta que iba de Persia a Babilonia, para recordar a los viajeros el poder del primer Imperio Iraní.
Sin pensar en lo que hacía, me quité mi sombrero y me postré, llorando, sobre la fina hierba, en dirección al acantilado. Y lloré. Lloré por la gloria de los persas, la cual nunca volvería a ser la misma tras ser sometida por los ejércitos y la religión de los árabes. Y también lloré por mí, que nunca podría volver a recuperar la ilusión y la inocencia de mi infancia, cuando el mundo parecía recién pintado desde las ventanas.
Tras un triste viaje de vuelta, me encerré en mi casa, y no he vuelto a salir desde entonces. Y creo que es la decisión más sabia que he tomado y tomaré jamás.
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