Los jóvenes volvieron a callar, temerosos, mientras marchaban a través de las hayas deshojadas y cubiertas de nieve. En ocasiones se oía el graznido de algún cuervo.
Cuando se hizo la noche, los cuervos fueron sustituidos por búhos y cárabos. Los hombres santos, que eran unos pocos, se distinguían por ser los únicos que llevaban antorchas. Poila pensó que era curioso que tan pocas personas guiaran a tantas como si fuesen pastores.
Kera se agarró a él, temerosa, o fingiendo estarlo. ¿Qué importaba? Sintió sus fértiles senos apretándole, y le rodeó la cintura con un brazo. Después de todo, podía ser que siguiera sacando provecho de la situación durante más tiempo del previsto. ¿Acaso el fornicio no había sido uno de los regalos de la Madre como compensación por lo dura que era la vida?
Finalmente llegaron a un gigantesco claro. No había duda de que lo era porque en su centro, convirtiendo la nieve en charcos, había un círculo de hogueras rodeando una gran piedra con su cúspide plana. El fuego iluminaba el llano, pero las sombras seguían reinando a partir de los troncos de las hayas. Una mujer santa, alta y flaca como un árbol, gritó:
—¡Poneos alrededor del fuego! La Madre elegirá quién irá a defendernos ante el dios del invierno.
* * *
Pronto todos estuvieron organizados alrededor del extraño altar, formando un círculo en el claro. Algunos santos más llegaron a caballo y hablaron con los otros. A la luz del fuego todos parecían vestir de naranja, pero Poila sabía que muchos vestirían de otros colores.
Las ráfagas de viento helado, junto con los aullidos provenientes del bosque, ayudaron a mantener a la gente cerca de los fuegos.
Los hombres santos, entre ellos la mujer que les había hablado, narraban en voz alta historias sagradas; aunque se notaba que hablaban con tensión, como si esperasen algo:
—Esta es la noche más larga del año. A partir de mañana el Sol, el hijo predilecto de la Tierra, que fue engendrado cuando ella fue fecundada por el Cielo, volverá a vencer a la oscuridad; los días se alargarán, hasta que él se canse en el equinoccio y nos bendiga la Madre de nuevo con las cosechas.
Alzó aún más la voz y dijo:
—¡El oráculo! Ya es hora de que decida quién irá al juicio.
Otra mujer, increíblemente vieja y encorvada, acompañada de dos jóvenes que la sujetaban de vez en cuando, fue recorriendo las filas, tocando a los asistentes. A él y a Kera los tocó un par de veces. Así pudieron observar que era casi ciega. A la tercera vuelta dijo con una voz baja y pausada, en total calma:
—Diles a los demás que repartan las figuras.
Otros jóvenes, que Poila pensó que serían aprendices de los hombres santos —y que le hicieron darse cuenta de que no tenía ni idea de cómo se llegaba a ser parte de ellos— llegaron guiando a un buey, que llevaba encima varios barriles gigantescos. Los abrieron y empezaron a sacar estatuillas de ellos.
Dieron a cada cual, muchacho o muchacha, una figura; a veces de hueso, otras de piedra, o bien de estaño, cobre o bronce. Siempre tenían forma de animales. A Poila le tocó un tejón de hueso y a Kera un extraño animal de estaño. Parecía un jabalí; sin embargo, era como si surgiera una quinta pata de su cabeza y los colmillos eran demasiado largos. La mujer alta y delgada de antes volvió a gritar:
—Tenemos una copia de cada figura. Elegiremos una y quien tenga la equivalente será quien vaya a representarnos ante la Madre.
Todos permanecieron en silencio, expectantes, y la emoción les recorrió como un rayo. Sabían lo que iba a pasar. Quera apretó fuertemente la mano de Poila. Este no cabía en sí de gozo: ella le amaba. De pronto escucharon:
—¡Ha tocado el tejón de hueso! ¿Quién lo tiene?
Poila tuvo que soltar la mano de Kera, quien lo miraba fijamente. ¿Qué estaría pensando? Alzó los brazos, enseñando la figurilla.
—¡Yo tengo el tejón de hueso!
La mujer alta, la anciana, y un par de hombres, todos con la ropa colorida, se acercaron a él. La anciana sacó de la manga un cuchillo de bronce.
—Sé valiente. Haz lo que debes hacer.
En el instante mientras dirigía su mano a la broncínea arma, Poila pensó en la posibilidad de huir. ¿Qué le importaban su familia o las cosechas si de todas maneras no podría verlas? Existía la mínima posibilidad de huir entre las hayas sin que llegasen a alcanzarlo. Pero miró a los ojos a Kera: le brillaban de admiración.
¿Acaso el Amor no era uno de los dioses más poderosos? Y no era posible negarse a la voluntad de un dios. De un salto pasó por las llamas y subió al altar de piedra. Todos le aclamaban.
Suspiró. Antes de que cualquier duda o deseo de vivir le sujetasen a ese mundo, que era un feo sueño, clavó el bronce en su corazón.
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