No me entiendes. Y creo que no te entiendes. Puedo entender que me quisieras y a la vez no, por ser lo que amabas y ser lo que… ¿temes?, ¿odias? Y hasta puedo entender que… no, no entiendo.
De repente, dijiste que querías hablar conmigo. Dijiste que quedáramos en la cafetería. Vale, aquí estoy. Con lo fácil que sería decirte que no puedo y librarme de esa opresión y ese juicio que es tu mirada de hielo; pero aquí estoy. Y no vienes.
Parece como si este maldito edificio cutroso estuviera conspirando para ponerme de los nervios mientras temo que aparezcas. Cada movimiento de sillas o mesas me hace sobresaltarme, y cada vez que alguien dobla la esquina de la entrada temo que seas tú. Cada comida o bebida que veo me recuerda mi nudo en el estómago, y el fresco de los ventiladores agudiza mis escalofríos.
¡Joder! A alguien se le ha caído un vaso. No puedo más, me largo. No soporto ver a tanta gente contenta. La cafetería es para tomar café, té o lo que sea, no para esperarte ni para que…
Maldición, te estoy viendo. Has entrado, me has visto.
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