Caminar por una ciudad que no conocemos es descubrir y descubrirnos, crear nuevos recuerdos. Hacer de cada paseo un viaje, dejarnos llevar como acunados por las olas. Anclarnos, si es posible, a nuevos puertos. En una de esas derivas, en la ciudad de Cádiz conocí, no hace demasiado tiempo, a Antonio.
Antonio vive en la calle, cerca del mar, y cada día encuentra sus tesoros. Todo aquello que a los demás nos pasa desapercibido o nos parece poca cosa. Como mucho recogemos alguna piedra o conchita de la arena y la llevamos a casa como recuerdo del viaje. Un souvenir. El recuerdo del turista. El recuerdo que, tal vez, alguien nos trae para decirnos: «estando allí me acordé de ti». O que ponemos en una repisa al volver a casa o se rompe o pierde a los pocos días.
Objetos que también son parte del juego de los niños, que llenan cubos en la orilla de la playa. Jugamos a pasear, hacemos castillos de arena, nos encontramos con nuestra infancia, si es que hace tiempo que la dejamos atrás.
Antonio es un artista. Muestra su arte haciendo estos souvenirs; recuerdos muy especiales. Cuando te acercas a su puesto, una parte del paseo que él hace suya, parece que el mar le ha regalado una parte de sí. Hay botellas llenas de piedras y prensadas en una especie de cera, rosas de los vientos que, según cuenta, son las almas de los marinos que murieron en Trafalgar y muchas cosas más. Recoge también libros y cuadros y todo cuanto encuentra.
Antonio es un artista y cuando empieza a cantar se le humedecen los ojos. Para Antonio eso no es un juego, es su forma de vida, una manera de subsistir. Vive frente a La Caleta y cada mañana le dice a su playa lo guapa que está. De su puerto nos vamos con un recuerdo y con un velo en los ojos a través del que volver a mirar: ¿quién se acuerda de Antonio? ¿Quién vela por él?