Un temblor interrumpe el sueño. El onírico velo se desvanece, y un taladro atronador llena todo el espacio interior e interno, anunciando obras. Las paredes comienzan a agrietarse. Esto no puede estar pasando.

Anoche cerré las solapas de madera de la ventana con la esperanza de no volver a escuchar esta estridente cacofonía proveniente del tártaro; pero vaya, apenas se nota la diferencia. Además, en este barrio, las casas no tienen un espacio de aire entre la tierra y la construcción que aísle los edificios de esos macabros desgarros hipercardíacos en la piel de la ciudad, por lo que levantar una sola piedra hace temblar la calle entera. Dentro de esta insomne habitación, la oscuridad pone color a semejante cuadro.

Aún es muy temprano, y noto mi cabeza pompear sangre al compás del martillo hidráulico. ¿Para qué sirve toda esta parafernalia? No sirve para nada. Entonces, ¿por qué? El estruendo ahoga la creatividad, y mente y memoria bucean en el olvidado eco del silencio.

Me niego. Pienso en poner a hervir aceite de mi abuelo, porque así se defienden nuestras calles contra el enemigo que son las obras. Y, si alguno se libra, siempre le puedo arrebolear la maceta de Fajalauza… No, no es justo para las clavelinas que la habitan. Puedo reconocer el impulso de ira, la pasión por la destrucción y otra gama de emociones color carmín que me saturan, y mi pulso se acelera exponencialmente.

Grito con todas mis fuerzas. Este es un barrio de pulmón profundo, donde las cosas se comunican de un extremo al otro de la calle pegando un chillío. Pero mi grito es un susurro en comparación con la orquesta infernal de afuera. Respiro aceleradamente y oigo unos golpes en la pared del baño. He molestado a mi vecina.

Desde hace días, nuestra calle tiene una zanja por la que Ellos tiran cable. Mi vecina dejó de salir de casa porque, debido a su edad, no ve demasiado bien, y no contempla la posibilidad de acabar por accidente en el hoyo de las obras. Al principio me hizo gracia, pero en realidad yo también me he aislado a esta orilla de la zanja, y mis sentimientos han hecho daño a la otra única persona que habita este islote. 

Me imagino en una cueva en Valparaíso bajo una higuera habitada por hiedras y madreselva. Cuando mi respiración se calma, observo que sobró algo del pastel de queso con mermelada de chirimoyas de anoche y creo que es la mejor forma de devolver el equilibrio a la balanza. Me dirijo al balconcito de mi cuarto, con la intención de compartir el bollo con mi vecina. Sin embargo, abrir la ventana es como abrir la caja de pandora.

No puedo soportarlo. Cierro la ventana tan rápido como mi cuerpo me permite y me voy a la esquina contraria a la ventana, sentándome en el suelo y escondiendo la cabeza entre las rodillas para no verme a mí mismo llorar semejante mar de lágrimas.

Nada puedo hacer. Queda fuera de mi alcance detener o acabar esta obra. De nada sirve luchar o negociar después de la derrota. Y ¿para qué lo iba a hacer? No tiene sentido, nada tiene sentido, y todo líquido acaba disolviéndose en el océano. Esta impotencia conmigo mismo y con mis circunstancias me llena de rabia como un fuego submarino que ilumina mi descenso a las profundidades.

No sé cuánto tiempo he pasado sumergido cuando levanto la vista. El estruendo se ha reducido algo, y el sol brilla al otro lado de la ventana. Canto una vieja letrilla, que aprendí años atrás, mientras desgloso el vacío en el templo del pensamiento. 

Cuando quiero darme cuenta, estoy bailando y hasta había olvidado momentáneamente los temblores de la casa. Suena un solo de radial respaldado por coros de soldador. Entonces, canto más conscientemente y enérgicamente, acompasándome. Y, cuando advierto el pastel de nuevo, lo agarro danzando ágilmente y salgo a la calle. El sol saluda con su radiante esplendor.

Llamo a mi vecina a la ventana, que sale a la calle con una mesita plegable, cruzamos la zanja y desplegamos la mesa. El funesto recital de maquinaria de obras cesa, pues justo hemos coincido con la hora del descanso. Ellos tienen el último detalle de colocar tablones de madera a modo de puente sobre la zanja, y acto seguido les invitamos a compartir la mesa y comer todos juntos en armonía bajo el sol.

Trabajadores descanso obras

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