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Echarse al monte

Autor: Albert C. Limón
Correctora: Laura De Buen Visús

DÍA 1

—El mal se cierne sobre los barrancos de la Pequeña Petra. Una oscuridad ya conocida está floreciendo y querrá echarme de la Cueva Caracol, la cual habito gracias a estas, que son mis manos desde antes de que nacierais —dijo la abuela.

Y así nos echamos al monte toda la familia: con poco más que los sacos de dormir, algo de alimento, tabaco de liar y las navajas.

En el barrio quedó mi amor, manteniendo la fragua encendida, mientras esperaba nuestro regreso. Compartimos un último sueño y nos despedimos sin beso antes de marchar a los caminos. 

Nuestra abuela conoce estos senderos, por lo que ella encabezó la marcha y guio nuestros pasos en la oscuridad de la noche. Había luna llena, por lo que, exceptuando algún frondoso pinar, teníamos buena visibilidad del entorno.

Cascábamos sobre la vegetación o recordábamos alguna letrilla, mas al irnos acercando al cerro bajo el cementerio donde nuestra abuela vive, nuestra conversación se tornó sombría. Los perros fueron los primeros en sentirlo.

La animada charla daría paso a un respetuoso silencio, que en parte sabíamos que debíamos a los muertos enterrados sobre el balate y a los que despeñaron barranco abajo.

Visualizamos la cueva. Rastros de candela y olor a humo. Al acercarnos, cubrimos los flancos y aseguramos la posibilidad de no batallar en frente abierto contra el enemigo que es cenizas.

Estábamos entrando a la cueva cuando él apareció con una linterna apuntándonos. Estaba casi ciego, medio sordo y completamente consumido por el fuego. 

Cuatro roncas maldiciones, ecos de un pasado maldito, fueron lo único que alcanzamos a oír mientras echábamos el candado.

Se notaba que la cueva había tenido trabajo reciente; una reestructuración con el objetivo de cubrir la ausencia de los recuerdos robados y quemados por aquel al que no llamamos vecino.

La abuela encendió el fuego para hacer una infusión de jengibre, y mientras, sentados en las alfombras que cubrían el suelo de aquella excavación, decidimos los turnos de guardia.

Aquel falso pastor tenía como su indómito rebaño a los que instruyó en un dogma y en un arte de la guerra. Por nuestra parte, la principal baza era nuestro hermano mayor, el más fuerte, pero no pudimos contactar con él aquella primera noche, pues andaba por otros montes. 

Decidimos que yo haría guardia esa noche y, bajo la luz de una vela, comencé a escribir estas letras mientras mi sangre descansaba. Dibujé los mapas de los barrancos que anduvimos y planeé los próximos pasos que seguiríamos al amanecer antes de echar una cabezada. Durante esta, soñé con nuestra casa, en el barrio, con mi amante y con la fragua.

Los primeros rayos del sol levantarían a la abuela, que calentó la infusión de jengibre sobrante antes de despertar a las demás personas.

DÍA 2

Desayunamos nuestra ración de nicotina a la vez que comentábamos qué ruta seguiríamos para conocer el terreno de día. Durante dicha actividad, nos encontramos a nuestro hermano mayor, quien tenía la fuerza de mil caballos de vapor y la astucia de un ave rapaz. Con él de nuestro lado, nada nos fallaría. Nos ayudó a terminar los mapas de aquel laberinto de senderos y barrancos y por fin nos sentimos preparados para hacer la guerra. 

Nuestro enemigo no se había despertado aún. Su cueva, enfrentada a la de nuestra abuela, no albergaba señales de vida, como si el sol hubiera dado muerte a su maldad.

Fue por eso que, tras la jornada de reconocimiento y habiendo compartido un guiso de papas y verduras, nuestro hermano mayor se quedó de guardia aquella noche y nos instó a bajar al barrio para pertrecharnos mejor y pasar una última noche en familia.

No sin pena, marchamos de allí todos menos nuestra abuela y nuestro hermano. En principio nadie quiso irse, pero algunos sí echábamos de menos el hogar más que otros. Llegamos al barrio a la noche, creyendo en la seguridad que aportaba nuestro hermano. 

Sin embargo, la situación en casa era tensa. Evitábamos conversar entre nosotros y nos apartábamos las miradas, queriendo rehuir del todo el miedo que nos había llevado a romper aquella burbuja de confort. 

Soñé con que nos colgaban las piernas en un cuerpo de agua drenado. Un augurio de abandono y ausencia.

DÍA 3

Al amanecer, nuestro tío trajo las malas nuevas a casa. El falso pastor había reunido a su rebaño y a la noche, aprovechando la superioridad numérica, atacó la Cueva Caracol. El mal había despertado con sed de sangre.

Corrimos hacia allá de inmediato, ahora conociendo los caminos. Al llegar a la entrada de la cueva, visualizamos la macabra tragedia de tierra bebiendo sangre familiar: nuestra abuela yacía herida, tumbada bocarriba, y nuestro hermano no estaba en ninguna parte.

Nuestra hermana menor sabía de jugos y brebajes que se podían preparar con las mismas plantas que habitaban aquel paraje, y sin vacilar comenzó a hacer su magia. Mientras, agarré con quizás demasiada voluntad la mano de nuestra abuela.

Quería decirnos algo, pero su voz era un hálito que no alcanzaba la vida. Afuera, la cueva de nuestro enemigo parecía un fuerte inexpugnable.

Las manos sanadoras de nuestra hermana alentaron el descanso de nuestra abuela. Mientras, el resto de la familia dividimos las tareas para que no nos faltara alimento ni defensa. Pero la noche cayó de nuevo, sin ser capaces de encontrar el rastro de nuestro hermano mayor. 

Habríamos de asumir aquella derrota.

DÍA 4

Un conocido olor a jengibre me desveló de mis pesadillas. La abuela fue la primera en despertarse, poco antes que el amanecer; y, continuando con su tradición de cuidados, preparó su ya conocida infusión. Salimos afuera en silencio, con cuidado de no despertar a nadie más, para ponernos al día durante el alba.

—Se llevaron a tu hermano… —me dijo, con la mirada fija en aquel boquete de oscuridad que era la cueva de nuestro no vecino—. Vinieron al amanecer como una horda de hienas abalanzándose sobre un cadáver. 

Asentí, conocedor de aquella verdad que Morfeo me había chivado en sueños.

—El mundo entero está en guerra, puedo sentirlo —me limité a responder.

—Es siempre la misma narrativa. Personas matando a otras personas para que unos pocos engorden su ración.

—No le encuentro sentido a nada de esto. ¿Qué oscuros impulsos mueven esta batalla sin fin?

—Sapiencia trastocada por avaricia y envidia. La misma razón por la que el primer humano alzó la quijada contra su hermano.

Nada podíamos hacer por aquellos que tan lejos quedan cuando convivimos con el enemigo a las puertas. Todas esas otras lejanas contiendas resultan ajenas cuando una guerra invisible, pero nauseabunda, está matando a los tuyos en tu hogar.

Y es estúpido… Todos nos enfrascamos en luchas que nos enjaulan en una misma posverdad, construida de buenos y malos, de ganadores y perdedores. 

—¿Es que acaso la vida no es más que ver quién queda por encima de quién? —le pregunté mirándola, buscando en sus ojos la respuesta.

La abuela permaneció en silencio, con su mirada fija en la negrura que anticipaba la morada de su agresor. Al no obtener respuesta, me levanté y me marché a fumar al cementerio.

ARMISTICIO

Aquel sinsentido se extendió durante varios días más, con cada vez más pérdidas entre los nuestros. A la semana y media, nos vimos forzados a abandonar aquella trinchera y a tejerle una huida a nuestra abuela, para que pudiera pasar el resto de su vida en tierras más pacíficas.

En estos montes, la oscuridad construiría su victoriosa verdad.

Cueva Echarse al monte

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