Mis pies nunca supieron encontrar un buen camino; siempre dan un paso detrás de otro, pero no los guía ningún destino. Croqueto me despierta tratando de introducirse sigilosamente en mi cama, inconsciente de que su tamaño y peso son incompatibles con dicha capacidad. Escucho el jaleo de las calles y me pongo en movimiento.
Las tiendas, los bares y los transeúntes crean una melodía conjunta que llena de vida este rincón del Albayzín. Algunos se saludan a grito pelao, y desde plaza Larga se escucha una guitarra y un ronco quejío. En la pescadería cantan sus ofertas y, ya en plena consciencia del despertar, entono Nuevo día de Lole y Manuel.
Hoy no tengo clase. Croqueto entabla un diálogo silencioso conmigo; quiere salir a la calle. Me visto de una volá, agüita fresca pa la cara y nos echamos a las calles.
Panaderos y plaza Larga son un hervidero de gente. Los grupos de turistas, que dialogan en inglés, se quedan embelesados con las flores que llenan de color el blanco lienzo que conforman las casas de este barrio. Estoy saludando a mis vecinos, entreteniéndome (pero no mucho), cuando me encuentro con un colega que me propone ir a tomar un café a San Miguel Bajo. Para llegar, atravesamos plaza Larga y el Arco de las Pesas. Giramos en el Aljibe de la Vieja y bordeamos el palacio Dar-al-Horra y el Centro de Artesanos El Gallo. Así, entramos a la plaza de San Miguel Bajo por un callejón. Finalmente, nos sentamos con más gente en una mesa del Aljibe de San Miguel.
Todos nos conocemos y somos como una gran familia que comparte proyectos vitales similares, por lo que nos apoyamos como podemos. Nos ponemos al día hasta que el dueño del bar desenfunda la guitarra para dársela al tocaor de nuestra mesa y cambiamos las conversaciones por cantes que nos arraigan a esta tierra.

Siempre he pensado que la iglesia de la plaza fue un santuario a Venus un par de milenios atrás, así como un lugar de culto a la música y a la comunicación. Quizás el capitalismo nos haya hecho cambiar nuestro lugar de culto al bar y al cura por el tabernero.
Croqueto y yo nos marchamos antes de que cierren las tiendas de las calles del Agua y de Panaderos. Aunque abrieron un supermercado en la calle Pagés, sigo comprando los tomates y las berenjenas en la tienda ecológica de la primera calle y el queso en los jardines de Zoraya al final de Panaderos.
Tengo visita a la hora de comer: una vieja amistad que hacía tiempo que no veía. Siempre que puedo, aprovecho para cocinar y comer con gente, puesto que creo que todos nos entendemos mejor en una mesa grande con una fuente de comida para compartir. En la sobremesa cantamos algunas letrillas más y luego vamos juntos a hacer teatro en El Higo. Croqueto se queda en casa esta vez.
Después de un par de horas de risoterapia dramatizando La Casa de Bernarda Alba, toca tomar un refrigerio rodeados de música en El Huerto de Carlos. Intercambio un par de letrillas sentías con unas viajeras de paso por Graná y, cuando el frío de la noche congela mis manos, vuelvo a casa por la misma ruta que comencé mi día.
Me duelen las piernas de llevar todo el día en movimiento, por lo que me recuesto en el sofá con Croqueto, que esperaba con emoción mi llegada. Respiramos juntos hasta quedarnos dormidos.
Sueño con un perfume de jazmín y esparto, e incluso en sueños sigo caminando por las estrechas calles de este dulce laberinto. Quizás todo sea un espejismo, un bosque de algas marinas en aguas profundas donde toda luz es destello. Quizás este lugar no quiera a más gente, ni a quienes estamos aquí. Incluso puede que no sepa a dónde llevan mis pasos, pero sí sé que me levantaré y seguiré caminando.