Manifiesto contra la nieve

A la blanca, virgen y aparentemente suave nieve que duele de manera insoportable. A la que evita paseos por parques, calles y senderos, y que como mantequilla resbala, fractura y quema. 

Basta de romanticismos e ideas ingenuas, porque de dulzura y finura carece sobremanera. 

Y, sin querer satanizar la idea que alrededor de la nieve se ha construido, pretendo acusar e incriminarla por la mentira que es ella misma.

Porque he podido sentir su ardor como hierro hirviendo; o como finos hilos de vidrio que, al secar, no evitan quebrarse hasta ser agujas, y así pinchar lo descubierto que transita a través de ella. Manos, pies, nariz, orejas. Con estas últimas tal vez sea la sensación más insoportable.

El filo es tan agudo que, multiplicado, arde y contorsiona. Hasta el punto de correr bajo el cuello, pasar por la frente, la nariz, los ojos y, finalmente, invadir el cerebro. Entonces, el calor es cada vez más escaso y el movimiento se suspende.

En los pies es casi tan doloroso como en las manos, pero estos, al tener que moverse constantemente, se duermen. Y el cosquilleo, que no da ni un mínimo de gracia, pasa a convertirse en dos tablas con 6000 clavos que funcionan como tortilla para aprisionar cada uno de los dedos.

Irónicamente, estos diminutos cristales de hielo se sienten como brasas que aprisionan cualquier actividad, igual que camisas de fuerza por debajo de los 0 °C.

Su color debería ser el rojo, pues es su registro en manos y narices.

Tanto duele que árboles y plantas lloran sólido, dejando siquiera rastro y quedando en completo esqueleto.

A la nieve, que nos obliga a buscar calor y que, silenciosa igual, permite dulces sueños. Que no sobrevive en cualquier tierra y que anuncia el cierre y comienzo de algo nuevo.

a la nieve

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