Las ciudades son el abismo de la especie humana.
Jean-Jacques Rousseau
Quien con monstruos lucha, cuide de no convertirse a su vez en un monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti.
Friederich Nietzsche
Vengo definitoria, no habréis de juzgarme por ello, pues vengo definitoria y aseverada como solo aquel que ha ido y vuelto puede. Quizás sí debierais envidiarme por ello. Mas no ha de afectarme vuestra crítica, pues en mí duerme el más veraz de los conocimientos. La realidad misma que a cualquier subjetivismo se niega y solo a una perspectiva responde. En ella habita, más allá de toda duda, la verdad.
Vengo vestida de gala, de telas de densidad infinita, para que a mi vuelo de bailarina ni la luz escape, para aquellos que de mi sepan, lo hagan desde la reverencia absoluta, al divino «no conocer».
Yo soy el abismo. Por cada segundo que tú me miras, dos eternidades yo te miro. Así vengo, rotunda y determinante, tras mi largo observar en silencio, para acabar de una vez por todas con este sin sentido de vosotros, los genios, que habéis hecho del abismo vuestro destino turístico.
Ante ti me presento, privilegiado artista, que tanta letanía de insomnio me dedicas, con su consecuente alivio de vino. ¿Cómo será? —me pregunto—, que siempre que son miserables los genios acaban culpando a mi reino. Como si acaso, rasgarse el hígado y las pieles con las plumas de mi bruma, respondiera a la ilustre locura de Alejandra Pizarnik cuando escribió: «La rebelión consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos».
Estoy hastiada.
Estoy hastiada del empalagoso regusto dulzón que dejan las almas de vanidades engordadas. Cansada, de la romántica idea de una herida, que a los vacíos de la vida, de un porqué….
… como si nada.
¿No has leído a Dante, acaso, viejo? —«por mí solo se va a la ciudad doliente, por mí a las eternas penas»—. Y aquí, sin embargo, habréis de acabar todos. Masoquistas y anhelantes. Y aún más, pues osaréis la desvergüenza de, a través de vuestra soberbia, tornar la desgracia en sabiduría. Aquí he de verme, pues meciéndoos silente durante siglos, haciendo listas de miserias y proclamando que, del abismo, sois el más íntimo amigo.
Vosotros, virtuosos, que a golpe de pluma y verso habéis comprado a Caronte para llevar San Valentín al averno y luego ¡me pretendéis confundir a mí con el infierno!
Mas no habréis de pintar de rosa el abismo, pues mientras tú miras, yo observo y conozco el secreto que pretendes ocultar bajo las sombras de tu hermético misterio.
Pues vienes a mis faldas, ajado, maltrecho y doblado bajo el peso de tus malas decisiones. Llegas aquí y no a otro lado. Aquí que no hay jueces, ni dioses, ni fronteras, ni nadie que la mirada te devuelva, más allá del propio abismo.
«El infierno, son los otros» —dijo Sartre—, y como si de un embrujo se tratase, se llenaron mis márgenes de Hemingways, Bukoswskis y un par de imitadores. «Desconocidos en la ciudad de los desconocidos ilustres», los llamaba García Márquez.
Cuando quiero reír os pienso, en el solemne ritual de las colas mundanas, como tristes sombras de Gila, repitiendo en retahíla: «disculpe, ¿es usted el enemigo?». —¿Podrían parar la guerra un ratito?—.
Tú y yo lo sabemos, mi inmarcesible amigo, no hay horizonte en llamas, ni dantescos niveles en el infierno, que tanto pavor os suscite como la idea de un espejo.
Y aquí digo ¡BASTA! Basta… estoy cansada, hastiada, aburrida, cansada, fastidiada. Dejad descansar al abismo y admitid, que la único que llena vuestros huesos es el miedo. El miedo a ver en el otro vuestra verdad: que no hicisteis, ni la mitad de lo que pudisteis…
…con las cartas que se os dieron.
Mas a mis yermas orillas, de ilustres náufragos repletas, también llegan, en distinta montura, títeres de carne que al apelativo de necio responden, así como al de botarate. De caminar disperso, como el que vaga más que anda, dan forma con sus huellas —de caminante sin camino— a sendas laberínticas que solo podrían seguir aquellos que, en el fondo, andan perdidos.
No habréis de confundir a mis don Nadies, con todos esos Alguien que arrastra la corriente, casi por desidia. Pues a pesar de morar como espíritus, los escarpados márgenes de mi oquedad, jamás se tambalean a la vista del precipicio, ni yerran sus pisadas en caída mortal.
Ya que he llegado a descubrir, que si bien lo desconocen, y apenas alcanzan a entender su funcionamiento, tienen un nudo en la tripa los necios, que le hace las veces de brújula como a las golondrinas, y aunque nunca saben dónde van…
… siempre llegan.
Rota mi altanería ante la impenetrabilidad de sus murallas de prácticas rutinas, de sus lógicas recortadas, de sus falacias aprehendidas, que de mi hambre voraz los escuda y hace las veces de faro, en las nieblas más oscuras, de mis grutas sin salida; me negué a su paso. ¡Y con una presión infinita, hice de mi neblina cuarzo! Me llamé entonces, cima.
Se vistió, el necio, de plumas, y llenó sus huesos con mi aún abismal vacío, haciéndolos más ligeros que el propio viento. E imitó al Ansar Indio, en su osado sobrevuelo al Himalaya.
Lento, pero sin pausa, cada una de mis artimañas fue derrotada. Jamás habrán de morir en mí los necios, la esperanza habita en ellos, más allá de toda duda.
Resignada desdibujé mis bordes. Difuminé mi ausencia en calima marina, portando desvanecida, la certeza del fin del mundo, de todo aquello que el necio amó y perdió. Con esa máscara, fui también melancolía, acariciando las ventanas en besos de lluvia. Miedo en un secreto repliegue del estómago. Hambre en los dedos que se mueven, tan hábiles, tan prestos, como si supiera la piel que le va a faltar tiempo.
Fui el horizonte desde el tren, recordando clarividente que por muy lejos que vayas, tu fantasma va contigo. Aun incluso volé en manos largas que dibujaron cicatrices, en palabras afiladas que como dagas abrieron la carne.
Fui, tantas cosas fui, todo aquello que el necio quiso, —¡yo, diosa del abismo!— no fui más que arcilla para sus nostalgias de truncadas ambiciones y amargos porque sí.
Y domingos por la tarde. Atardeceres y boleros y baladas… Y la madera de la cuchara con la que la abuela prueba el guiso. Fui, tantas cosas fui, en mi camino de viento a rama y de pupila a tierna pulpa de labios, que besan sin saber que ha sido una despedida. La cuerda del piano vibrante y tensa en el acorde. La larga noche del mañana que te roba el sueño hoy.
A todas partes donde iba el necio, me llevaba consigo. Y aún sin tener nada y nada saber…
…el necio, nunca cae en el abismo.
Más te hubiera valido leer a Elvira Sastre, amiga mía, —me dijo un día—. Y como si el mero hecho de la poesía le costara un esfuerzo abisal, suspira más que recita: «qué importa el otoño lluvioso en el que mi mente habita, si tengo las manos, llenas de flores».
Y así, sin más, me veo preparando cascarones de nuez, para necios que van ligeros de equipaje, sin portar más pretensión que la de la vida misma y un pasado bucanero en forma de tatuaje, puedan, como Sabina, llevar su corazón de viaje.
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