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La gran chingada

Autor: Alberto Becerro
Correctora: Gracia Vega

Una de las formas en las que el pueblo mexicano resume su identidad de patria es usando la siguiente frase: «México es un país de contrastes», —más bien de contradicciones—, pensé. «Tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos», diría un viejo amigo comunista. Chiapas era una región menos contradictoria que su nación. Es íntegra en su humildad; machista sí, pero, ante todo, luchadora y pobre, solidaria y honesta.

La primera pregunta que una se hace aquí es cómo sobrevivir, sobre todo siendo mujer. Una mujer sola. Al menos no soy una indígena, parece que les da cierto respeto que sea extranjera. Güera dirían ellos, aunque según la definición callejera del güerismo, se refiere más al privilegio blanco, que al haber nacido fuera de México. En realidad, para un mexicano blanco, algo así como un güero nacional, es como si fuera un recordatorio del imperialismo de sus antepasados. Dirán que rozará el racismo, quién sabe.

«Pobres niñas, qué mundo tan cruel», murmuraba indignada con una hipócrita taza de café en las manos. Me encendí mi enésimo cigarrillo del día y contemplé el paisaje urbano de San Cristóbal de las Casas. Sancris es una ciudad-pueblo mágica con una vibración muy etérea. De hecho, aun siendo ciudad, el mismísimo presidente de los Estados Unidos mexicanos, Felipe Calderón, en 2010, la consideró el pueblo más mágico de los pueblos mágicos. Sin embargo, no es un pueblo. Este señor parece un poco corrupto, aunque quizá no tanto como el siguiente. Quizá gobernara a la sombra de ese pelele, Peña-Nieto. Total, eran los dos del mismo partido, (parece el Partido del libro 1984). En San Cristóbal es fácil lograr desconectar de tu realidad privilegiada europea. Parece uno de esos lugares casi utópicos que se cuelan en los sueños más vívidos de las noches más dulces del invierno.

Era la segunda o tercera ciudad más poblada de Chiapas, había sido su capital hasta 1892, cuando no soportaba más tensión por los roces con el partido liberal. Aunque no duró para siempre su desencanto con la izquierda. De hecho, el local donde me estoy tomando el café se llama Revolución. El Revo, para los amigos.

«Otro café, estoy esperando a alguien». El camarero era un veinteañero bohemio con camisa hawaiana. Era divertido darse cuenta de como se le erizaba el pelo cuando salía a la terraza, por los 13 graditos que hacía en aquel lugar del Trópico. Imbécil, se creerá guapo y todo. En realidad, no esperaba a nadie, pero no quería que me interrumpieran. ¿Qué diablos buscaba yo aquí, incluso en México? Podría irme a Costa Rica, allí dicen que las cosas están más calmadas. Soy una cobarde…

Seguía hablando conmigo misma cuando me vio Paulina, la mujer zapatista que regentaba el centro de voluntarias y voluntarios donde me hospedaba. Era una mujer de unos 60 años, con una mirada cautivadora que leía la mente; sobre todo, sus sentimientos. Su piel era morena, de indígena tzotzil, seguramente. Su pelo era blanco y largo, estaba trenzado en dos humildes hélices de chamana cargada de sabiduría. Ella se me acercó:

—Hola Vera. Me alegra verte. He pasado por el Caracol de Oventik y me han dicho que no te han visto por allá.

—Perdona Paulina, pensaba avisarte, es que hoy no me encuentro bien.

—Tampoco dormiste anoche en el centro. ¿Estás bien, chavita?

—Sí, sí. Anoche fui una chamacona pendeja y se me llevó la chingada con el mezcal y la Modelo. Hoy tengo una cruda que no manches… —dije sincera, tratando de arreglar las cosas con el humor y con mi lento aprendizaje del mexicano.

—¡Ay mi niña! Ándale, tírale al Junax, apenas conoces a nadie y si sigues así van a decir que trabajas para el FBI.

—No mames, Paulina, —reí—. El problema de la pinche izquierda es que perdemos el tiempo sospechando unas de otras, compitiendo por ver quién está más comprometida con la causa. Las mujeres no somos tan así, tendemos más a la cooperación.

—Pues sí que estás pendeja. Tampoco hemos sido nuestras mejores aliadas, las mujeres. Más bien hemos sido cómplices de su competición, casi demandándola e incitándola, y lo que es peor, imitándola.

—Eso es injusto, necesitábamos sobrevivir.

—Por supuesto, Vera. Pero la cuestión es que el cambio de mentalidad, la revolución mental en la política también nos toca a nosotras.

—No me niegues que llevamos algo de ventaja.

—Eso tampoco te lo niego, tesoro, —me guiñó un ojo—. Era todo lo que quería.

—¿Quieres algo, Paulina? Yo te invito.

—Déjalo corazón, tengo mucho trabajo que hacer.

Esas palabras eran para mí, como una bofetada de militancia en un mar de culpabilidad. Yo aquí gozándomela como europea privilegiada, con dinerito de su papá, mientras Paulina, mujer zapatista indígena, lucha por los derechos de tantas comunidades, por la justicia soci… Me aburro ya. Quizá debería dormir hoy en el centro, allí tengo mis cosas. Materialista de mierda. Mente capitalista.

«Son 80 pesos». ¡Qué cara es la Revolución! «¿Puedo ir al baño?». «Claro». El interior del Revo era también una gozada. Decenas de carteles sobre grandes artistas y activistas revolucionarios y revolucionarias, una bandera de Cuba, algún lema de Zapata y algún otro del Che. Mírales, ellos sí que son guapos. Seguro que eran unos machirulos, pero es que tienen esos bigotes antifascistas… Y esa pinta de boludo que tiene el Che… Me iba a masturbar cuando vi que los baños no eran mixtos. Así que me dieron ganas de hacer caca.

Estaba a punto de irme cuando llegó Isaak al Revo. Su aspecto era un poema, más específicamente una elegía a la masculinidad alternativa. Quería besar todas sus heridas, meternos debajo de una manta, abrazar su miedo y quitárnoslo cuando nos quitáramos la ropa. Opté por una caricia en su brazo vendado e invitarle a lo que quisiera.

—Un whisky solo.

—¿Un whisky solo? ¿Desde cuándo tomas tú whisky?

—Desde que necesito mostrar fortaleza a mi alrededor. Además, es sano y me calienta, —dijo alargando las eses con sus labios amoratados y partidos—. ¿No tienes frío? ¿Esto no estaba en el trópico?

—Ya amigo, pero estamos entre montañas, con nubes encima y debajo de nosotras. Es el precio de la magia.

—El precio de la magia. Se suponía que esta era la base del zapatismo. No pensé que las cosas aquí tuvieran tanto precio y tanto merchandising. Hasta la revolución vende whisky y mezcal aquí.

—Como decía Manu Chao, todo es mentira en este mundo.

—Y que lo digas. Pinches cabrones, eso es lo que sois, weis, violentos cerdos, esto es lo que quieren, ¿no? No son zapatistas, Vera —entre esas eses arrastradas y su desesperación, su voz era muy similar a la de Mariano Rajoy.

—¿Quieres hablar del tema?

—No todavía no. Déjame un par de whiskys más.

Sigo sin entender lo de los whiskys.

—Pues mira, entre los mezcales y las hostias de ese puto gorila, me he pasado toda la mañana en el váter, aguantando la venganza de Moctezuma al invasor español.

—¿Quieres un porrito amazónico de la selva chiapaneca? Igual te calma un poco.

—No tía, por esa mierda tienen a la mitad de comunidades esclavizadas, joder. Y seguro que me sienta como una patada en el estómago.

—¿Seguro que no quieres hablar?

—No, aquí no. Vamos a dentro que ya no me fio de nadie.

Entré de nuevo al Revo llevando de la mano a Isaak. El pobre profeta caminaba despacio y vencido por la primera sala del bar, que tenía escenario y varias pantallas de televisión, donde retrasmitían una película francesa y antigua, sobre la resistencia política. Seguimos andando hasta la otra sala, donde tenían un proyector y una tela blanca gigante donde también ponían el mismo aburrimiento de peli. Llevamos mi primera Negra Modelo y su segundo whisky a una de las mesas del fondo. Todavía no había nadie, el vacío era el único que prestaba atención. Allí estaríamos seguras.

—El zapatismo es una farsa, Vera, asúmelo.

—Ya… Creo que hablas desde la desesperación, querido.

—Pues claro que hablo desde la desesperación. ¿Todavía no tengo derecho a hablar de ello? ¿De ellos? Cabrones. —Isaak se bebió de un trago su tercer whisky—. Ah, que calorcito más bueno, hostias.

El bohemio veinteañero le escuchó gritar, lo que obligó a Isaak a pedirse otro trago.

—Pues menudo vasco de mierda estás hecho.

—Va, que le den. No soy un macho alfa, no soy un machirulo como dices tú. He leído a la puñetera Simone de Beauvoir, joder.

El bohemio le trajo su whisky con cara de pocos amigos, parecía que nuestra presencia no era tan bienvenida.

—Bueno, eres un poco machito para anunciar tu feminismo. 

—Es verdad, que tampoco tengo derecho para eso.

—Cállate un poco y escúchame.

—No, Vera, que escuchen ellos, los putos hombres, lo que tengo que decirles.

No pude reprimir besarle y llegué hasta su boca casi como si estuviera de caza. Tenía que callar esa boca antes de que le mataran. Tenía que preservarle. Lo quería devorar como una loba y desgarrar todo lo que quedara su cuerpo, que su esencia fortaleciera el mío, mi sangre para que ambas destruyéramos toda la injusticia de este mundo.

—Tienes que callarte y escucharme, cariño.

—Vera, lo nuestro no puede ser, estoy con Rebeka, lo siento. Pero me gustas mucho, no es que no me gustes… Me cago en Dios, joder.

—No te ralles, no me gustas. Era para que te callaras de una vez.

—¿No te gusto?

—¿Tú que crees, gilipollas? Pero eso no es el tema, el tema es que no te puedes jugar el tipo todo el rato. No eres un machito, ya hemos llegado a eso, ¿no?

—No. Tienes razón. Perdóname Vera, soy un idiota —me interrumpió.

—Escucha, joder. No puedes jugar a su juego de violencia. Eso implica que no aceptas la violencia como forma de relación interpersonal. Eso implica un completo rechazo, incluso en lo psicológico, a la violencia, y no recurrir a ella.

—Incluso con esa injusticia —habló Isaak con toda la entereza que le quedaba.

—Injusto, estoy de acuerdo. Pero tú y yo sabemos que la violencia sólo genera más violencia, —se me saltó una lágrima antes de decir – Es la perdición de este país.

—Y qué puedo hacer cuando veo a ese puto cerdo riéndose de cómo viola todas las noches a una niña de 13 años, de cómo la humilla y destruye a la pobre muchacha vendida por su padre por 20 000 pesos. Mil euros, Vera.

—No puedes hacer nada, Isaak.

—Las compran a los campesinos, nos lo dijo aquella trabajadora social. Y eso si no se los quitan de un plumazo. Todos estos indígenas no estaban hasta hace poco en los registros oficiales de población. Les importan una mierda. Es la verdad. Son niñas que no existen siquiera, en regiones que se guían por Usos y Costumbres y donde el gobierno no osa entrar. Además, son narcotraficantes de yerba para Canadá y Estados Unidos. Es lo poco que quedó del Tratado de Libre Comercio de los noventa. Todos los actores importantes se van a callar, así que yo no voy a hacerlo. Nunca lo haré mientras el mundo siga siendo un gigantesco escenario de teatro. 

—Lo sé mi amor, pero no puedes hacer nada.

—No usaré la violencia, ahí tienes razón, pero sí que usaré mi voz.

—Vale. Yo también uso mi voz, pero hay que ser inteligentes, Isaak.

—Es que encima llevan la puta estrella roja en la solapa. Serán cerdos, falsos gusanos.

—No puedes dejar que te maten, eso no arreglaría en nada su situación. ¿Lo entiendes?

—Maldita sea.

—Escúchame, ellos no son zapatistas. Podrán llevar la estrellita pero es sólo un disfraz. Marketing si quieres. El zapatismo no ha muerto. No tortures más tu mente.

—Ya me da igual el zapatismo. Prométeme que haremos algo al respecto. No podemos dejar esto así.

Un huracán de miedo abatió mi intrépida calma. La película francesa emitía tanques y barricadas en un campo francés destruido, probablemente de la Segunda Guerra Mundial. ¿Qué haría en esta situación Judith Butler? Las palabras de Isaak, las de Paulina, eran palabras vivas, bañaban mi esencia de una humilde luz, una débil, aunque firme esperanza. Mi mente se llenaba de ideas: iremos a Junax, denunciaremos, preguntaremos. Pero y si nos pillan y acabamos en un barranco chiapaneco… Siempre me ha parecido, en la mirada del Ché, que enfrentaba un gran miedo invisible…

—Te lo prometo, amor mío.

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