Pulgarcito y las pulgas

«Todos tenemos dentro una pulga que pica, aunque no sepamos muy bien dónde o por qué. Pero pica, y pica siempre. A veces nos da por volarnos la cabeza para que el picor pare un poco. A la gente un poco más extrema le da por rascarse. Están locos, ¿verdad? Lo digo en serio. Nadie se rasca donde debe, y se rascan tanto que duele. Y al final sangran y se desangran lentamente. Mejor volarte la cabeza directamente, ¿no?». En todo esto pensaba Pulgarcito cuando decidió que necesitaba un cambio drástico. 

Así que Pulgarcito se fue a Rusia en busca del amor de su vida. Le picaba el amor. Pero no hay pulgas en Rusia, y Pulgarcito se quedó como triste porque nada le picaba, nada que rascarse. Lo único que quería hacer era esconderse debajo del edredón y llorar hasta que el frío se pasara. Y se pasó, sí, por su casa, y le comió los meñiques de los pies y los pulgares oponibles de las manos. Dicen que los opuestos se atraen, pero ¿qué atrae a quien no tiene opuestos? Pobre Pulgarcito, sin pulgas ni pulgares.

«¿Por qué no me volé la cabeza directamente?», pensaba aquella mañana, frustrado por no poder agarrar una pistola, un cuchillo o cualquier cosa con la que darle fin a la ausencia de sarna en la que se había convertido su vida. Tan solo un poco de sarna, aunque no fuese con gusto, aunque picase y mortificase. Pero no había nada, así que, con la luz del día reflejándose sobre la nieve, Pulgarcito salió de su refugio y se tumbó desnudo en la nieve. Había llegado el momento. Estaba preparado para decir adiós, para acabar por fin con el picor de su pasado, con la ausencia de picor de su presente. 

«¿Por qué tarda tanto?». Esperaba que la muerte llegase antes. Pero todavía no estaba aquí. Y empezó a sentir algo por todo el cuerpo. ¿Era frío? ¿Era calor? Todo le ardía mientras se congelaba. Todo le congelaba mientras se ardía. Quería abandonarse y no hacer nada, pero no aguantaba más. Se levantó y gritó, escuchando su voz a todo volumen por primera vez en años: «¡Qué puto frío!». Lo gritó una y otra vez, mientras daba saltos y se frotaba con sus manos sin pulgares todo el cuerpo, intentando matar aquella pulga que no le dejaba morir tranquilo.

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