A Paquita la conocía todo el barrio. No había nadie a quien no hubiera echado una mano alguna vez. Si pasabas por delante de su puerta, tenías que hacerlo con tiempo, porque Paquita nunca te dejaba marchar sin invitarte a un café. Una vez dentro, descubrías su pasión: Paquita era una coleccionista y se aseguraba de que todo el mundo conociese su colección. ¿Que qué coleccionaba? Piedras. Sí, piedras.
Ya lo sé, sé que de primeras puede parecer algo aburrido, pero las piedras que ella coleccionaba no eran simples piedras. No es que fueran piedras preciosas, o algo similar. De hecho, cuando las veías ahí todas, en la estantería de la entrada, no parecían otra cosa que piedras normales, grises. Pero como ya te he dicho, no eran simples piedras. La clave para descubrir su magia era señalar una y preguntarle.
—Paquita, ¿y esa dónde la encontró?
—¿Tú te acuerdas de Andreita? La hija de Lucía, la de Juan, el de los quesos de la esquina, la nieta de Lola, la de las flores…—en algún momento uno tenía que decir que se acordaba de ella, incluso aunque no fuese así, o el árbol genealógico se extendería hasta ese momento en el que el café comienza a cristalizarse en hielo. Entonces te contaría como aquel día se encontró a Andreita en el suelo llorando, con las rodillas todas sangradas. Relataría los detalles de cómo la ayudó a levantarse, le limpió las heridas allí mismo con un poco de agua y le sacó una sonrisa regalándole una piedra. «Para que te acuerdes siempre de que aquí tienes a la Paquita».
Y Paquita cogería otra piedra cualquiera y se la llevaría a casa, para inmortalizar aquella anécdota por siempre en su estantería, esperando a que alguien llegase a casa y, con un café en la mano, la señalase para preguntarle:
—Paquita, ¿y esa dónde la encontró?
Y así, todos los del pueblo habitábamos en su estantería, en aquellas piedras. Quizás por eso mismo, el pueblo se inquietó cuando escuchó las noticias. El hijo de la Paquita se había vuelto a endeudar, pero esta vez de mala manera y quien lo avalaba era su madre. Paquita no tenía mucho dinero, así que todos nos imaginábamos el final de la historia, pero nadie quería creerlo. No podían quitarle la casa. A Paquita no.
«¿Qué va a ser de ella?»
«Con lo buena que es, que le tenga que pasar esto…»
«No podemos quedarnos así, algo hay que hacer.»
Fueron semanas raras en el pueblo. La gente seguía con sus vidas: la rutina del trabajo, los altibajos del matrimonio, los hijos y sus travesuras, los jóvenes y sus amoríos… Pero detrás de cada conversación, de cada sonrisa, se escondía una pulga que no paraba de picar: las discusiones se quedaban a medias, perdían sentido; los besos sabían un poco amargos. Por la noche, la pulga venía y le levantaba la manta a uno y abría la ventana y un boquete en el techo y lo dejaba todo frío. La pulga nos recordaba que si a Paquita le faltaba un techo, al pueblo entero le faltaba un techo.
El día señalado amaneció nublado y, poco después, comenzó a llover. ¿Cómo no? Pero eso no impidió que todo el pueblo se plantara delante de su puerta. Cuando llegaron los del desahucio, intentaron abrirse paso entre la multitud, pero fue imposible avanzar ante el clamor de la consigna de todos los vecinos: «¡La casa es de Paquita! ¡Nadie se la quita!». Cuando finalmente desistieron y se fueron, lo hicieron prometiendo volver. Paquita se volvió a meter en casa, no sin antes agradecer un millar de veces la presencia de todos los vecinos. Pero en su rostro había lágrimas; y no eran de felicidad. Aquello no era una victoria, era tan solo la demora de la derrota.
Al día siguiente, todo aquel con el que me cruzaba me contaba su versión de la hazaña de la comunidad y después me preguntaba con el rostro extrañado por qué yo no había ido a apoyar a la Paquita. Llevaba semanas trabajando sin parar. Tan solo hacía un par de meses que me había graduado y, por fin, estaba colegiado. Aquel iba a ser mi primer caso. No podía fallar. Pero claro, esto me lo callé. Tan solo les dije que había estado trabajando. Ya no me miraban con extrañeza. Muchos habían faltado al trabajo para estar en la puerta de la casa de Paquita defendiendo su hogar. Ahora me miraban decepcionados. Prefería esa mirada a la que recibiría si fuese mal en el juicio.
No estoy seguro de si Paquita confiaba en mí o si simplemente se dejaba llevar. Al menos sé que había mantenido su palabra de no decírselo a nadie en el pueblo. Fuimos juntos al juzgado en mi coche. Estaba nervioso, pero intentaba aparentar tranquilidad. No paraba de intentar subirle el ánimo e inflar sus esperanzas. Mientras, por dentro, la pulga parecía rascar más que nunca…
«Tranquilo, Javier. Sé que has hecho todo lo posible. Y eso es más que suficiente».
Paquita tenía un arte especial a la hora de hablar. Su tono de voz, su cadencia, todo lo que expresaba aquello que no decía. Después de aquello, hablar me parecía absurdo. Pasamos el resto del trayecto en silencio, contemplando el paisaje.
Uno puede poner toda su energía en algo, esforzarse todo lo posible, hacer todo lo que está en su mano, incluso llegar a pasar noches en vela y sacrificarse con la esperanza de conseguir ese resultado deseado, esa sonrisa, esa felicidad brotando en la cara de la persona que confía en ti una de las cosas más preciadas en su vida. Uno puede hacer todo eso, pero hay cosas que están fuera de nuestro control. A veces, simplemente, las cosas salen mal.
A veces, por suerte, las cosas salen bien. No era una victoria definitiva: la deuda seguía vigente, pero habíamos conseguido que Paquita pudiese seguir viviendo en su casa por el resto de su vida. Lo que pasase después, ya dependía de su hijo.
Aquel día llevé a Paquita a su casa. Cuando estábamos acercándonos al pueblo, la noté algo inquieta.
—¿Está bien, Paquita? ¿Necesita algo?
—Tú tranquilo, Javier. Para ahí.
Me bajé del coche a estirar un poco. Ya estaba atardeciendo. Me quedé mirando al cielo embobado, hasta que el viento frío me recordó que era mejor volver a dentro. Paquita ya estaba de vuelta.
—Aquí tienes—dijo mientras me acercaba en sus dos manos, una piedra—. Para que te acuerdes siempre de que aquí tienes a la Paquita.
—Gracias—sentía los ojos como a punto de estallar. Me enseñó otra piedra que guardó en su bolsillo mientras me decía con un guiño: «esta es para mí». Entre risas, las lágrimas cayeron de mis ojos sin que me diera cuenta.
Ahora, cada vez que entro a un juicio, llevo en el bolsillo la piedra que me dio la Paquita. Así, siempre recuerdo por qué estoy ahí.
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