Leo entendió que estaba deprimido el día en el que imaginarse muerto le produjo una sensación de paz.
Estaba en la cama de madrugada, en la absoluta oscuridad, y ni siquiera se percataba del olor a podrido de las sobras acumuladas en la basura o los ruidos de fiesta en la calle. En su mente solo había espacio para el mismo pensamiento obsesivo que le había estado consumiendo los últimos meses: el dolor de estómago debía ser algo grave. Sí, seguro que era una úlcera, o un cáncer, aunque no pudieran encontrarlo en las pruebas. Esas pruebas que tardaban meses en llegar, mientras su dieta estaba cada vez más constreñida, mientras el dolor persistía e incluso aumentaba. Sí: seguro que se iba a morir. Eso pensaba Leo cuando sentía al bicho en su estómago clavándole un puñal desde dentro, cuando revisaba sus heces en busca de sangre.
Ese bucle mental llevaba acosándole desde hacía meses, día tras día y noche tras noche. A veces gritaba con todas sus fuerzas a la almohada para sacar la rabia, pero hacía semanas que no tenía fuerzas ni para eso. Dormía cada vez peor, y normalmente le despertaban pesadillas en las que un tumor crecía y crecía hasta explotarle el abdomen. Cada día era una nueva oportunidad para hacer lo que más le apetecía: nada.
Sin embargo, esa noche, cuando su soliloquio interno le llevó a la inevitable conclusión de la muerte, por primera vez, aunque fuera solamente por un breve instante, sintió alivio ante la idea de estar muerto. No más dolor, no más pinchazos, no más ansiedad ante el desconocimiento de qué le estaba pasando. Su existencia se había convertido en un infierno; una especie de castigo eterno que no le daba tregua.
Seguía viendo a sus amigos, seguía saliendo de casa, pero no disfrutaba de ello. No porque no pudiera tomar una cerveza o cualquier otra bebida, ni porque no pudiera comer de la gran mayoría de platos y se sintiera un bicho raro que tenía que comer aparte. Era porque se sentía apartado. No por los demás, sino por él mismo. Intentaba estar allí, pero el diálogo entre su obsesiva mente y su quejica estómago no cesaban, y solo pensaba en dolor y miedo, dolor y paranoia, dolor y muerte.

Por eso, cuando esa noche sintió el pensamiento de su muerte como un bálsamo, por un breve instante, algo sucedió en el interior de Leo. Una parte de sí mismo dio un paso hacia atrás y le observó en estado de shock. Y, como si hubiese habido alguien más escuchándole, escuchó la conclusión de esa voz que parecía surgir desde la distancia: «¡Quieres morir!».
La depresión es sigilosa. No avisa de que va a venir a casa a visitarte, ni toca el timbre y se presenta. Es una serpiente que comienza a subirse por el tobillo y se va enroscando poco a poco mientras sigue subiendo. Y al principio parece darte calorcito, como si fuese la única que verdaderamente comprendiese tu desgracia, pero al final acaba enroscándose en tu cuello. Entonces, comienza a apretar, apretar y apretar, hasta que te sientes sin aire.
«¡No, no quiero morir!». Lo que por un instante había sido el mayor alivio en meses para Leo pronto se convirtió en una mezcla de miedo y conciencia explosiva. Por primera vez en su vida, comprendió a todas aquellas personas que había conocido y que decían estar deprimidas. Desde su ignorancia, se preguntaba por qué no cambiaban de hábitos, de forma de pensar o, simplemente, por qué no comenzaban a disfrutar más su vida en lugar de quedarse anclados al pasado o con miedo al futuro. Se daba cuenta ahora de la estupidez de pensar que era tan fácil.
Había deseado la muerte. Ese pensamiento le hizo darse cuenta del estado de su salud mental. En ese instante, vio hasta qué punto se había hundido el brillante espíritu y la sonrisa risueña que siempre le había acompañado. Entendió que tenía que cambiar algo. Si realmente tenía algo en el estómago que iba a matarlo, al menos quería vivir lo que le quedase con una actitud vitalista, y no estar muerto en vida antes de que su día final llegase. Quizás no pudiera controlar lo que le pasaba en su sistema digestivo, pero sí que podía hacer algo por cambiar lo que pasaba en su mente.
No sabía cómo lo haría, ni el tiempo que le llevaría, pero la paz que le produjo imaginarse muerto era el fondo que había tocado. Leo sabía que ahora le tocaba volver a empezar a subir. Solo podía estar agradecido por haber despertado, y se echó a llorar, sintiendo lo que llevaba meses enterrando en lo más profundo de su ser. Lloró, y lo sintió como un abrazo. Lloró por él, por su tristeza, por su miedo, por su dolor. Y lloró por todas las personas que son abrazadas por esa serpiente hasta quedarse sin aire. Por todas las que se siguen hundiendo hasta llegar a un fondo del que no vuelven a resurgir.
