—Muchas gracias por compartir tu historia. Y muchas gracias a todas de nuevo por haber venido al círculo de escucha. Ahora, escuchemos a Luisa.
—No sé… No sé qué decir, María.
—¡Otra que empieza con lo mismo! ¿Cómo no te va a costar hablar de ella si en esta sociedad hipócrita le damos siempre la espalda. La evitamos, fingimos que no existe. Coño, ¿es que no nos morimos todos?
—Por favor, Paula, no interrumpamos a la compañera. Este es un espacio de escucha.
—No te preocupes, María. Ya que habla, voy a contestarle: ¿cómo no vamos a querer evitarla? ¿No preferirías que tu madre estuviese viva?
—¿Por qué estás aquí? Porque no tienes los ovarios de hablar y de afrontar la verdad, y ahora que has venido voluntariamente a una sala llena de personas dispuestas a escucharte comienzas diciendo que no sabes qué decir. ¿Y sabes qué? No sabes qué decir porque la llevamos evitando toda la vida. Así, ¿quién va a poder hablar de la muerte?
— Paula, escuchemos a Luisa, por favor. Es su turno.
(El narrador está de acuerdo, por eso simplemente escucha).
— Lo siento, María, pero no me puedo callar. Estoy cansada de escuchar la misma historia una y otra vez. La muerte no es siempre una terrible tragedia, ni nos tiene que dejar paralizadas como si la vida no siguiese… Luisa, no sé cómo fue para ti, es cierto, pero para mí fue paradójico. Estuve más tiempo con mi madre entonces que durante el resto de mi vida adulta.
—Cuánto me alegro por ti, Paula. Debió de ser bonito poder despedirte de ella.
(Nadie parece reaccionar, así que el narrador se pregunta si él es el único que ve la pantalla de cristal que se está formando entre Luisa y Paula).
—Cada día estaba peor. Una hace lo que puede, y yo la ayudaba con todo mi amor, pero algo se me rompía por dentro al ver cómo le era imposible hacer las pequeñas cosas que antes hacía cada día con normalidad.
—Todos nos hacemos mayores. Tu madre era mayor que tú, pero él era mi hermano menor.
—Y, aun así, al saber que se estaba muriendo ella empezó a estar más vital que nunca. El brillo en sus ojos, su sonrisa cada vez que nos hablaba… Miraba a la muerte a los ojos, sin miedo. La muerte le llegó a mi madre para aprender a vivir.
—¿Pero tú me estás escuchando? Él no tenía ni los veinte, no tuvo tiempo de aprender a vivir.
(El narrador se asusta y cierra los ojos cuando Luisa le mete un puñetazo a la pantalla de cristal que las separa, aunque sin llegar a romperla. Cuando los abre, observa sorprendido cómo nadie ha reaccionado. Se pregunta cómo es que no lo ven, cómo es que no lo han sentido. También se pregunta por qué nadie reacciona, por qué todos miran impasibles a la nada, sin vida. Se pregunta si por eso tiene la necesidad de contarlo).
—Y, antes de irse, ella… me miró fijamente y me dijo que viviera, que viviera como ella no había vivido, que me liberara del qué dirán y los mandara a tomar por culo. Y que follara, que follara cuanto quisiera y con quien quisiera.
(Luisa se levanta de la silla y el narrador se pregunta si los gestos también son diálogo).
—¡¿Y a mí qué coño me importa?! ¡¿Pero tú te estás escuchando?! ¡Qué asco de gente, María! ¿Es esto un puto círculo de escucha? Pues ahora me vais a escuchar, joder. Mi hermano un día se fue a la playa y se ahogó. Así de brutal y sinsentido. Y la gente se cree que me entiende, que comprende. Pero todos siguen haciendo la misma mierda de siempre, como si no hubiera pasado nada. Tendría que haberme muerto yo, no él. Hay días en los que me levanto y siento que solo quiero morirme. ¿Y sabéis por qué no me mato? Por mi madre. Ya ha tenido suficiente. ¡No tenéis ni puta idea de lo que es verla sufriendo así! Yo no sé… Solo…
(Una lagrimilla brota de los párpados del narrador cuando ve a Luisa sentarse en la silla y poner su cara entre sus manos. La pantalla de cristal se ha roto, pero parece que nadie la ve).
—Siento haber interrumpido a Luisa, María. Quería que por una vez expresase lo que realmente siente. Este ambiente de círculo a veces es demasiado formal para permitir que toda esta mierda que sentimos transpire, solo míral…
(María sonríe al narrador y se levanta).
—Es suficiente, Paula. No te preocupes, Luisa. Estamos aquí, contigo. Deja que te abrace. Sigue llorando todo lo que necesites llorar.
—De verdad que lo siento por ti, Luisa. Siento que se fuera así, tan joven. Pero tú todavía estás viva. El dolor que sientes lo demuestra. Y estoy segura de que tu hermano, dondequiera que esté, quiere que vivas, que vivas de verdad.
—¡Vete a la mierda!
(Luisa desaparece de la escena, pero no se va corriendo sino flotando, como si alguien la estuviese agarrando desde arriba).
—¡Luisa! No te vayas, por favor… Mira lo que has conseguido, Paula. Creo que hablo en nombre de todas: por favor, no vuelvas al círculo.
—A tu gusto. Pero, aunque no es lo que ella quería, todas sabéis que esto es justo lo que necesitaba.
(Paula es la primera en irse. Después, una por una van cobrando vida y volviendo a su caja. Mientras, María va recogiendo todo y despidiéndose con un abrazo y un «gracias por venir al círculo de escucha». Cuando acaba de guardar las muñecas en sus cajas, se acerca al narrador y lo pone en su camita; lo tapa con una manta y le canta una nana. Antes de dormirse, el narrador escucha cómo María piensa sobre el miedo y la ilusión del primer año de instituto mientras repasa mentalmente el contenido de su último examen de primaria. Cuando María cierra el cuaderno, el narrador cierra los ojos).
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