Introducción
Aprovechando que, durante estas semanas, la revista ha decidido adentrarse en la temática de la ciudad, se me ha ocurrido la idea de escribir un artículo a caballo entre la reseña y la opinión sobre Metropolice. Seguridad y policía en la ciudad neoliberal. Publicado por la editorial Traficantes de Sueños y escrito por varios autores y autoras, se trata de un breve ensayo de apenas ciento cincuenta páginas. En ellas, se desgranan las claves para entender los procesos de securitización de los entornos urbanos producidos en las últimas décadas. En las siguientes líneas, mi idea es repasar las principales ideas —o, al menos, las que a mí me lo han parecido— de esta obra colectiva y traer a colación otras referencias y noticias de actualidad que nos permitan contextualizar su contenido.
Empecemos, pues, por una simple anécdota. Son las once pasadas de un sábado noche en una plaza de Lavapiés en Madrid. Hay alboroto, y numerosos grupos de personas pululan por el espacio; la inmensa mayoría de ellos son migrantes. Varios policías, algunos de los cuales ya llevan un rato haciendo acto de presencia apostados en sus coches, deciden actuar. En cuestión de unos segundos, desalojan todo el espacio, incluido un grupo de cuatro personas. Entre esas cuatro personas, está el que escribe estas líneas y que era completamente ajeno al guirigay de alrededor:
—Vamos, chicos, hay que irse, que aquí no se puede tocar la guitarra.
—Pero si la guitarra lleva guardada un rato en la funda, solo estamos hablando.
—Pues los vecinos nos están friendo a llamadas. Además, no se puede beber en la vía pública.
Y, así, con amenaza velada mediante, los agentes de la autoridad deciden echarnos de un espacio público sin ningún tipo de cobertura legal. Bueno, sí, por la bochornosa presencia de dos latas de cerveza que llevaban vacías un buen rato. El «nos están friendo a llamadas» actúa como justificación suficiente para aplicar una medida de dispersión. Eso sí, sin reparar en quién o quiénes llaman y/o quién o quiénes ocupan el espacio. Y, sobre todo, sin concebir otras alternativas que, fuera del desalojo, puedan proporcionar espacios de esparcimientos a los diferentes grupos sociales que habitan la urbe. Aunque como anécdota no parezca gran cosa, este ejemplo nos permite ilustrar de manera bastante gráfica lo que el libro trata de explicar. La situación muestra la progresiva policialización de cada vez más dimensiones de la vida cotidiana, incluyendo el control del espacio y las crecientes desigualdades.
Trayectorias paralelas: el auge de la policía y las recetas neoliberales
Sin embargo, hagamos un breve repaso histórico para saber cómo hemos llegado hasta aquí. ¿De dónde viene y cuándo aparece la policía? Tal y como describen las autoras, se trata de una institución relativamente reciente. No es hasta el siglo XVI cuando empieza a popularizarse el término. En este momento, es concebida no como una institución sino como una «lógica de gobierno que atraviesa lo social para tejer cotidianamente un orden que hay que esculpir, mantener, salvaguardar (…)». La policía, tal y como la entendemos hoy en día, nace durante el siglo XIX, con el establecimiento de los Estados modernos. Su función es muy clara: velar por el orden público con el fin de preservar la paz social. Entiéndase, lógicamente, un determinado orden y una determinada paz afines a los intereses de las burguesías capitalistas en connivencia con el Estado.
Ahora bien, ¿qué procesos se han producido para que la policía comience, como mantiene este ensayo, a ir más allá de ese mantenimiento del orden y adopte ciertas funciones sociales hasta ahora reservadas a otros ámbitos? La respuesta no es otra que, por enésima vez, las recetas neoliberales que se han venido implementando desde los años ochenta del siglo XX. Pero, para poder responder bien a esta pregunta, vayamos con calma. Con la crisis del petróleo de 1973, tiene lugar el fin de lo que los franceses llaman los Trente Glorieuses (los Treinta Gloriosos). Estas tres décadas de oro del capitalismo supusieron un momento histórico de bonanza y constante crecimiento. Comenzaron tras la II Guerra Mundial y se caracterizan por combinar el libre mercado con los Estados del Bienestar. En plata, «capitalismo, pero sin pasarnos».
La llegada de personajes siniestros como Reagan en EE.UU. o Thatcher en Reino Unido —junto con otros muchos factores, como la propia crisis del petróleo— supuso el punto de partida para un cambio de paradigma. Es a partir de ese momento cuando se vuelven a reintroducir medidas salvajes de libre mercado —por eso se llama neoliberalismo— y adelgazamiento de los Estados del Bienestar. Lo que conlleva, irremediablemente, a una mayor desigualdad. Si no existen mecanismos de redistribución por parte de las instituciones, el capitalismo tiende a la acumulación; por mucho que sus teóricos se empeñen en que creamos en esa suerte de quimera llamada «la mano invisible».
Entre delincuencia y seguridad: los marcos discursivos del orden neoliberal
Pero ¿qué tiene que ver todo esto con la actuación policial? Al parecer, bastante. La respuesta breve es que, desde los poderes públicos, se ha ido dotando de una mayor capacidad de acción a este cuerpo con el objetivo de controlar las tensiones surgidas de esa desigualdad neoliberal. Esto se entiende mejor si analizamos las profundas transformaciones producidas en dos términos claves: delincuencia y seguridad. Primero, analizaremos la primera y lo que de ella se desprende y, al final, nos centraremos en la segunda.

En lo que a la delincuencia se refiere, su transformación ha consistido en que «el concepto de delincuencia se confunda con el de pobreza». La lógica que opera detrás de esta confusión es algo siniestra, pero es la base del neoliberalismo actual:
«Esta pobreza, sin embargo, ya no se entiende como consecuencia ineludible de un determinado orden social, sino que queda ligada, siguiendo el relato del neoliberalismo, a la responsabilidad individual […]. Los pobres lo son, por tanto, por elección propia o por azar, pero nunca por algo que tenga que ver con estructuras de desigualdad.»
Ávila Cantos D, García García S, Mendiola I, Bonelli L, Brandariz García JA, Fernández Bessa C, Maroto Calatayud M. Metropolice. Seguridad y policía en la ciudad neoliberal. Colección Útiles. Madrid: Traficantes de Sueños; 2021.
Esto que, a priori, puede parecer algo difuso, se vuelve cristalino si le añadimos la concepción de predelincuencia. La policía ya no solo aborda el crimen. También amplía su campo de intervención hacia lo que ciertos grupos —que suelen ser siempre los mismos— pueden llegar a hacer. Se explica, así, la anécdota que explicábamos del desalojo de un espacio público ante un potencial desorden público que aún ni siquiera se ha producido. Si en esa plaza había muchos inmigrantes y jóvenes de cervezas es, en gran medida, porque no pueden permitirse ir al bar. Se quedan fuera, por tanto, del orden económico hegemónico, convirtiéndose en predelincuentes por realizar esa misma actividad en la vía pública.
Así, tal como se defiende en el libro, desde los poderes públicos se ha aplicado un giro preventivo de las actuaciones policiales. El problema, evidentemente, es hacia quién van dirigidas sistemáticamente y hacia qué tipo de delitos se enfocan estas medidas preventivas. No hace falta ser muy perspicaz para percatarse de que, por un lado, este giro afecta de manera abrumadora a personas racializadas y, menormente, a los jóvenes; y, por otro lado, de que los delitos que se intentan prevenir no son precisamente los fraudes que se producen en las grandes esferas económicas. Muy al contrario, los delitos o faltas que más se persiguen son aquellos relativos al consumo de alcohol en la vía pública, las alteraciones del orden público —de ahí, por ejemplo, las impresentables multas y requisiciones a los artistas callejeros— o la posesión de estupefacientes. Esos últimos, por cierto, suelen aplicarse utilizando los llamados «perfiles raciales».
Este giro preventivo se ha implantado, como describen las autoras, «a golpe de sanción». Las infinitas ordenanzas municipales son cada vez más restrictivas desde principios de los 2000. Estas criminalizan, por ejemplo, la actividad de los manteros o la de los artistas. Unidas a varias leyes nacionales —entre ellas, la famosa Ley Mordaza de 2015—, han ido configurando un determinado orden urbano acorde a lo que el orden neoliberal concibe como «ciudadano cívico». Esta noción arbitraria de civismo legitima los modus vivendis de las clases más pudientes —turistas incluidos— y estigmatiza a las clases más desfavorecidas.
Dicho de otra manera, ¿por qué está penado beberme una cerveza en el banco de la plaza, pero no hay problema si me muevo dos metros más allá y me siento en el bareto de la esquina? Toda esta regulación del espacio público no consiste sino en una política simbólica que define cuáles deben ser los usos del espacio público. Por supuesto, en función de una idea determinada de orden social.
Pero, bueno, vayamos cerrando el círculo entre delincuencia y seguridad. Para que todas estas transformaciones tengan su efecto, debe existir necesariamente un cierto apoyo por parte de la sociedad civil. Y eso, evidentemente, requiere de la colaboración mediática para que el mensaje llegue a buen puerto. No vamos a destapar nada nuevo si aludimos aquí a la enorme manipulación mediática de la inseguridad, pero no está demás poner algunos ejemplos. La criminalización de los MENA o la alarma social por las okupaciones son dos de los más notorios.
Todo ello ha permitido ir construyendo una percepción de inseguridad que se circunscribe, casi exclusivamente, a las cuestiones relativas a la delincuencia o a la usurpación de la propiedad privada; como si la inseguridad no pudiera medirse en otros parámetros: inseguridad laboral, inseguridad económica, inseguridad habitacional, etc. ¿Acaso no es inseguridad tener un empleo precario con un contrato temporal y no saber si vas a poder pagar tu alquiler de aquí a unos meses?
Reflexiones finales
Cerremos ahora todo lo anterior. Todas estas políticas neoliberales no solo han implantado un nuevo orden económico, sino que han traído también consigo otro de carácter simbólico. Esto ha permitido, por un lado, desvincular los problemas sociales de las desigualdades derivadas de estas mismas políticas y, por otro lado, legitimar un conjunto de reformas legales que regulan el espacio público acorde a un determinado orden social.
Ese orden se moldea «a golpe de sanciones». Unas sanciones, en forma de leyes nacionales y ordenanzas municipales, que han dotado a la policía de una mayor capacidad de intervención en las distintas dimensiones de la vida social, favoreciendo a las clases con más recursos en detrimento de aquellas que navegan en la precariedad y la estigmatización.
Tal y como plantean las autoras, para poder salir de este paradigma se requiere salir de estos marcos mentales de securitización. No es, pues, suficiente con tratar de reformar la policía, porque su cometido nunca ha sido y nunca será contribuir a la solución de los problemas sociales, sino más bien a la «pacificación» de estos. Las propuestas desde algunas posturas progresistas de que la policía se adapte al «modelo inglés» —más conciliador y dialogante— puede ser contradictorio en sí mismo. Cuando la policía se adentra en ciertas reuniones vecinales para escuchar sus demandas, solo escucha una parte de esas demandas; precisamente la de aquellos grupos que ya tienen voz, silenciando aún más si cabe a los que nunca se les ha dado la palabra.
Es fundamental, como se afirma en el ensayo, fomentar el desarrollo de vínculos comunitarios con el fin de generar relaciones de confianza que disminuyan la inseguridad percibida. Esto, que puede sonar muy rimbombante, se puede canalizar a través de eventos deportivos, religiosos o incluso festivos que se desarrollen dentro del propio barrio. Y que, así, ayuden a tejer una confianza interpersonal completamente deshilachada por décadas de neoliberalismo. Por decirlo brevemente, menos policía y más redistribución de la riqueza.