Cuando giro el contacto, me acuerdo del tiempo que llevo sin salir de aquí. Siete años. La última vez que cogí un coche fue hace dos años, en Móstoles, con el examinador más hijo de puta de la escuela y un pijo de Pozuelo que no paró de confundirse porque «el coche era demasiado antiguo». Cierto es que el Mini de Carmen gira mucho mejor que aquel Seat León destartalado, pero la tensión en mi estómago sigue ahí. Me da calma pensar que ella está a mi lado, pero el motivo me aterroriza.
Carmen me ha invitado a pasar el finde en su pueblo, Lebrija, Sevilla. Es Semana Santa y quiere presentarme a sus padres, primos, tíos, abuelos y amigos de la infancia. Es decir, todas las personas que la han rodeado y apoyado para que se convierta en la extraordinaria persona que es hoy. Tengo claras las dos primeras frases: «hola, buenas. Mi nombre es Miguel, compañero de Carmen», continuado de un «puf, qué calor hace por aquí abajo, ¿no?», pero si pienso en el momento de justo después me paraliza la angustia. Estamos saliendo del aparcamiento y el subnormal del Toyota Prius de detrás no para de pitar porque parece que en Madriz no sabes conducir si no haces ruido.
—Pon algo de música, porfa —le digo para calmar los nervios, tener la cabeza fría y no bajarme del coche.
Ella me entiende, conecta su Spotify y empieza a hacer una lista con los temas que sabe que me encantan. Joey Badass, Westside Boogie, Kendrick Lamar y toda la nueva ola de hiphop que me hace olvidar la prisa que siempre llevo.
Son estos gestos los que me dejan claro que Carmen no se merece oírme refunfuñar; es guapa, lista y súper cariñosa conmigo. Si he conseguido salir después de 7 años encerrado en la M-40 es gracias a que le pedí apuntes para Estética. Sé que soy el tío con más suerte de la Complutense, aunque mi expediente y mi paso por ella estén siendo mediocres.
Un cartel azul con dirección a Badajoz nos tapa el sol unos instantes, y aterriza en mi memoria la primera vez que entré a este círculo dantesco. Iba de copiloto con mamá en nuestra C15 con el mismo revoltijo en la tripa que sufro ahora. Meses después, la vendimos, y tampoco es que la echemos de menos. Olía a tabaco. No, apestaba a tabaco, como debe de apestar el callejón de Hamel. Seis horas en una furgoneta destartalada detrás de un camión cisterna con una cantidad de oxígeno limitada para cuatro personas agotan a cualquiera, pero eso no fue lo jodido del viaje.
El regusto amargo permanente era que mi madre había dejado de fumar hacía 7 años y ella compraba Lucky, que es mucho más disimulado. Pero papá siempre olía mal, ya fuera a sidra, a boñiga, a sudor o a Ducados negro, pero olía, y así sabías que estaba ahí. Desde hacía un mes, ya no teníamos ni eso; solo quedaban pesadas aspiraciones en una furgoneta mal ventilada y una urna de plata.
Al bajarme del coche, nuestro casero tiró una colilla despreocupada a una alcantarilla rodeada de triples fallidos. Le miré mal desde entonces, de la misma manera en que me pasé años aborreciendo a esa estúpida planta por causarle el cáncer a mi padre. Luego maldije a la burguesía, a Hunosa y a los putos sindicatos por robarle la vida a Papá sin ningún tipo de escrúpulo. Ahora mismo, odio a los médicos por hacer que el último año de Juan Manuel Gutiérrez Vargas fuese el más miserable de todos.
«People love you when they on your mind,
a thought is love’s currency
And I been thinking about her all the time.
I’ve never seen somebody put together perfectly»
Me contesta Mac Miller desde la radio.
Cruzamos un puente pintado con firmas como «Farlopa», «Ren» y otras pompas que no tengo tan catadas. Unos firmes postes forman arriba la vía de Renfe. Abajo, unas chabolas improvisadas con lonas azules y amarillas apenas se sostienen. A pesar de la rabia que me está carcomiendo, siento que debo dar las gracias por mi habitación de dos metros cuadrados y medio al lado de las siete tetas. También por mi primo Javi, que me presentó a todos sus hermanos nada más llegar al barrio; por Carlos, que siempre sabe sacarme de mis ocho calles de siempre y liberar al «lobo estepario» que encierro en bajos, conversaciones repetidas y drogas de diseño; y por Carmen, sobre todo por Carmen.
No quiero que se me noten los nervios. Cojo mi cajetilla de Camel del bolsillo de la camisa que me prestó Carlos, saco el canuto que preparé antes de salir y lo enciendo con el Clipper rosa que piqué hace unos días.
Aspiro. Bajo la ventanilla mientras trago el humo. Suspiro. La carretera es recta y este polen tiene un toque cítrico que me flipa.
—Tío, ¿qué coño te pasa? —me dice Carmen.
Me quedo con cara de tonto.
—¿A qué te refieres? —le contesto, esforzándome por no tartamudear.
—Llevas desde que salimos con cara de perro apaleado y sin dirigirme una palabra, y ahora vas y te enciendes uno en medio de la autopista. ¿Pa que nos paren, o qué? Si este es tu plan pa tol finde, puedes bajarte en Talavera y ya voy yo sola —sentenció.
Me quedo embobado porque tiene razón.
—Lo siento, estoy algo nervioso y tengo la cabeza en mil cosas, la verdad —joder, eso suena a excusa. Carraspeo la garganta–. Te quiero y me apetece este plan, simplemente me estoy mentalizando. Perdona si parezco borde, ya sabes que a veces me encierro y me cuesta salir de mi paranoia —la miro a los ojos a través de las gafas de sol que me regaló mientras sonrió de lado y le paso el porro buscando su perdón.
Ella cede y le da un par de toques, dejando salir a la luz sus hoyuelos. Veo un toro de Osborne a lo lejos y pienso que la boca de Miguel Hernández debe de estar a unos cincuenta kilómetros. La carretera empieza a ser recta y monótona en vez de bulliciosa y agresiva. Me acomodo en el asiento y me meto en el loop a piano y percusión que suena desde los altavoces.
«So what you tryna do?
BIRDIE, de Kota The Friend.
Everything good as long as I’m with you
I was in survival mode
Now I got a lot to lose».
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