Sobre mi España negra

Cruces, piedras apiladas y prados meticulosamente cortados; esas son las cosas que me enseñaron a relacionar con la muerte. Los viajes a 30 °C, las numerosas aplicaciones de venta de segunda mano y los insistentes regateos entre desconocidos son suficientemente tediosos y no formaban parte del cuadro. La plástica mente de un infante no está preparada para la burocracia; corre el peligro de recapacitar, de retrotraer y de tragarse la ilusión por un brillante y venidero futuro.

En tal caso, un niño debería preocuparse de las asignaturas que le han quedado para septiembre, de la temperatura de la acera al caminar descalzo o de si la tata le dejará dinero para un polo al final de la tarde.

Para mi desgracia, mis preocupaciones hoy son bien distintas. Si bien el calor ineludible del valle del Lozoya me retrotrae a las partidas en la parte de atrás del Seat de papá, hoy conduzco yo. La furgoneta alquilada gira muy suavemente y se mueve ligera; lógico, si sólo carga con una mochila y un cartel de «se vende». La vuelta será bien distinta.

Espero que Rodri y los demás sigan teniendo más maña que yo y me ayuden a encajar los muebles. A la que sales del pueblo, te encuentras de frente con una curva de esas en las que nunca pasa nada, pero que parecen lugares idóneos donde volcar vehículos u hospedar niñas.

La casa de mis abuelos está situada detrás de la iglesia y siempre hay sitio para aparcar. Según terminó la maniobra, veo por el rabillo del ojo una figura de corta estatura, alargada y de color amarillo. En cuanto me intento fijar, ha desaparecido.

casa de mis abuelos

Los veranos que pasé aquí siempre fueron en compañía de Leo, el mastín de los vecinos al que mi abuelo había ingeniosamente fidelizado proveyéndole rutinariamente con jamón.

Así, Leo se convirtió en un elemento más que conformaba la casa de mis abuelos, de la misma manera que lo hacían las mesas de roble, el hierro de las ventanas o el jazmín. En ocasiones, oía a mis vecinos quejarse por la ausencia de Leo por las mañanas antes de salir a cazar. Al siguiente verano, la entrada de la casa de mi abuela ya no estaba salvaguardada. Ese fue el primer contacto que tuve con la muerte.

El sol me achicharra mientras avanzo por el jardín y abro la puerta, intentando mantener la cabeza fría. Me gusta imaginarme como un reputado arqueólogo abriéndose paso por la inexplorada tumba de un antiguo emperador maya. La helada corriente de aire me saca de mi ficticia cámara y me devuelve al cotidiano pasillo de losas y piedra blanca. Hace tres meses, todavía vivía gente aquí, pero una gruesa capa de polvo se había decidido a sustituirla. Vaciar una casa de recuerdos era algo que un hijo nunca debería hacer, pero que un nieto puede afrontar. 

La pared de la entrada está decorada con una réplica de La pradera de San Isidro de Goya: un paisaje amplio y colorido que celebra la tradición y la unión de un pueblo. No puedo evitar pensar que su contraparte, La romería, describiría mejor los campos que nos encerraron. O, quizá, el Perro semihundido. Aunque aquí nunca estuvimos solos, mi familia se ha hartado de irrelevantes discusiones alargadas a lo largo de los años a causa del aburrimiento de los putos vecinos. Ojalá el gusto de mi abuela hubiese sido distinto y el cuadro que coronase la entrada fuera Duelo a garrotazos. Como un placer culpable, me gusta imaginarme estar descubriendo la Quinta del Sordo por primera vez.

casa de mis abuelos

En cuanto paso al salón, mi mirada se dirige directamente a la butaca roja al lado de la única ventana que no permite traspasar la luz directa de una farola. A su vera, se encuentran una mesilla de noche cobriza y una lámpara verde, prisión de larga estancia de El halcón maltés, Un largo adiós y otros claroscuros pasajes protagonizados por detectives grises. En la esquina diametralmente opuesta reside la tele, casa de acogida habitual de Pacto de sangre, La dama de Shangái, Vértigo u otros filmes noir de bajo presupuesto. Esos eran los puntos de apoyo sobre los que se sostenía el resto de casa. 

Según mi abuelo, la vida en las ciudades siempre era salvaje, loca y descontrolada, que nunca se podría equiparar a la tranquilidad del campo. Si se te pasaba por la cabeza contradecirle, te señalaba entusiasmado su estantería repleta de ediciones ochenteras y cintas VHS.

Dejé de llevarle la contraria, quizá por pereza o desidia, pero sus palabras hicieron mella y aposentaron ciertas ideas en mi cosmovisión. Los rectángulos metálicos atravesando las nubes beis, la ausencia de oxígeno caminando por los túneles del metro y la galería de rostros asesinos o moribundos que conformaban mis paseos por Madriz no ayudaron.

No es ni la hora de comer y el día parece que se está consumiendo. Huyo a la cocina, la habitación mejor iluminada. Desde la ventana se aprecian los campos amarillos extendiéndose en dirección noreste. Las viejas torres de alta tensión y los nuevos parques eólicos manchan con gris, óxido y blanco el caprichoso paisaje romántico. 

Hacía meses que desde la ventana de mi oficina sólo veía nubes o lluvia. La escena final de Seven me viene a la cabeza de frente. John Doe, un asesino perturbadoramente normal, conduce a un casi retirado detective y a su recién llegado compañero a un paraje inhóspito y desértico de las afueras de Nueva York. Ahí, completa su sádico ritual torturando al joven, suicidándose y provocando que este último entre en prisión, obteniendo una victoria simbólica y material.

El último verano que fui al pueblo me pasaba las noches zapeando entre los veinte canales que llegaban. Las ferias y las verbenas habían pasado de ser el punto álgido del año a ser una monótona tradición insípida. En una de esas largas noches de bucear entre telebasura, descubrí esta joya, que me ha acompañado desde entonces. 

No fue en ese instante cuando se torció todo. No puedo alardear de un trauma generacional, ni de una injusticia manifiesta por parte de un malvado desconocido. Simplemente, el pesimismo y la desconfianza me han acompañado desde que tengo uso de razón.  

Cuando desciendo al sótano, distingo entre todas las bicis colgadas y amontonadas por el suelo el crucifijo de roble colgado sobre la caliza. 

—Es una forma de meditación —explicaba Rust, icono de True Detective—. Contemplo el momento del huerto. La idea de permitir tu propia crucifixión.

casa de mis abuelos

Esquivo el mar de ruedas, líneas rectas y curvas férreas que apenas dejan pasar la luz para intentar acercarme. Aun estando a una distancia minúscula respecto a mí, no alcanzo a comprenderlo. ¿Qué distingue a los hombres de las bestias? ¿El sacrificio?, ¿el amor?, ¿la represión?

Rodri y los demás deben de estar a punto de llegar, y si viesen mis ojos atónitos por la vulgaridad pensarían que soy un bobo, un loco o las dos. Lo más probable sería que tendrían razón. Sólo una persona se preguntaría si Louis Vuitton, Nike o Gucci fabrican abrigos o vellocinos para lobos escondidos.

Estoy helado. Decido salir por la puerta del sótano para ponerme al sol. La estatua que corona la iglesia me observa.

(Las fotografías que ocupan la portada y cierran el artículo fueron realizadas por el autor del mismo, siendo su uso y distribución restringidos).


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