Volviste a aparecer en mis sueños. Hicieron eco tus pasos sobre la vieja madera de roble, gritaron de angustia las puertas cuando las empujabas y callaron con un golpe seco, otra vez. Otra vez te escuchaba refunfuñar en cuanto se paraba la tormentosa lluvia de una ducha oxidada. Solo necesitabas un café a sorbos y un cigarrillo de Winston para ocupar la casa entera. Jamás hubo unos ojos tan grandes como los tuyos, de tono marrón oscuro, asomados tras un ceño fruncido. Daba igual que estuvieras o no, porque desde mi cuarto hasta la cocina olía a metal pesado; olía a ti.
Hace un año que ya no me despiertas antes de ir a clase, hace un año y un mes que empecé a trabajar de secretaria para esa nueva e innovadora oficina del centro. Al menos eso fue lo que te dije, porque hablarte de los desafortunados comentarios de Juan, mi encargado, de las horas que no me han pagado todavía o de los amigos con los que aún no conseguí salir de cañas… no iba a colocarte una media sonrisa debajo de ese bigote entrecano, ni iba a hacerte levantar las cejas de impresión.
A Dani no necesito mentirle ocultarle cosas. Él entiende lo que es ponerse en una situación comprometida en pos de algo mejor, y que a veces solo necesito desahogarme y escupir mierda para tirar hacia delante. Además, ¡es tan dulce…! Al despertarse, siempre se mueve como un gato. Se viste despacio, como si sus camisas fueran de seda de Kawamata y no algodón de rebajas, pisa las tablas de haya solo con la punta de sus tatuados pies y concluye la pieza con dos golpes: uno seco, con el triángulo formado por su nariz, mi mejilla y sus labios; y otro tímido, con la puerta de conglomerado de nuestro piso alquilado.
Hoy también se marchó de la misma manera, pero la calidez reminiscente de la cama no es hogareña sino angustiante; estas sábanas me atrapan, necesito salir. Escalofríos recorren mis huesos y bailan dentro, haciéndolos temblar. Es el impulso que necesitaba para moverme y cruzar la puerta del baño.
No puedo encender la luz, hay unos ojos ahí detrás. Siento ganas de potar. No, nunca más. Agarro mi Xiaomi, enciendo la linterna, lo coloco encajado en el bidé y dejo correr el grifo de la ducha suavemente, haciendo que las gotas desaparezcan entre la oscuridad y las baldosas como si fuese orvallo.
Me desvisto y noto cómo el agua, que poco a poco va calentándose, recorre mi cuerpo.
Me ducho rápidamente y me pongo mi uniforme: una falda, una camisa y una americana, en tres tonos distintos de gris. Estilo arreglado pero informal.
—Es soso, no te engañes. Encaja contigo.
No me importa. De lo que estoy segura es de que soy profesional. Todos en la oficina lo saben y es todo lo que necesitan saber.
No tengo hambre. Creo que me tomaré un café y comeré mejor después, con Dani. La cafetera tiene café de anoche, así que cojo un mechero del primer cajón, giro la rueda 180 grados y prendo el gas. No se enciende. Vuelvo a probar. No funciona.
—COMO TÚ.
Ahora él diría algo así como: «¿cómo no voy a saber encender un fuego? Menuda inútil estás hecha. Anda, quita, mejor lo hago yo». Me muerdo la lengua. Si ni siquiera está aquí, ¿por qué estoy pensando en ello? Vuelvo a probar. Se enciende, pero su mirada permanece en la otra esquina de la cocina. Coloco la cafetera. Necesitó más café.
Necesito distraerme, no quiero pensar. Joder, el móvil está en el baño. Regresa velozmente a mis manos y abro Instagram a la que vuelvo. Un gato calvo cayéndose por unas escaleras dibuja una sonrisa entre mis comisuras. Qué tonta soy. Ana está desayunando en un bar, se pidió un pincho de tortilla y un zumo de naranja. Pulso el ❤️ sobre la pantalla iluminada; desde que descubrió su intolerancia al gluten, comer fuera es una pequeña victoria para ella. Una china limpia su casa muy metódicamente con unos chismes que parecen del futuro. No entiendo cómo me puede calmar tanto, pero mola; ojalá tuviera pasta para pillar algo parecido.
La cafetera chilla. No, no, no. No quiero ruido. No quiero más ruido, joder. La aparto con un movimiento y me alejo. Intento coger aire. Intento coger aire. Mis mandíbulas se expanden como las de un caimán y me cuesta, pero a la tercera va la vencida. No hay ruido ya. Pero tampoco silencio. No puedo más. No puedo más. Me echo en el suelo. No voy a llorar, no voy a llorar… no para de mirar.
—¡¿QUÉ QUIERES?! —grito.
¡Joder, los vecinos! Como si no tuviesen ya bastantes razones para pensar que estoy loca. Suspiro. Estoy cansada y solo acaba de empezar el día. A veces creo verte, pero nunca estás; nunca estuviste. No creo que sean los rayos del sol reflejándose en nuestro armario, formando extrañas sombras chinescas entre mis cansadas pupilas. Porque también te veo cuando Juan me mira la tetas sin disimular, cuando no contesto a Ana durante más de una semana o cuando Dani se marcha sin despedirse. No extraño tu humo, tu incertidumbre o tu sombra, sino el fantasma del que Mama no habla. Aquel que no trazaba medias sonrisas porque siempre se quedan cortas, aquel que no temía los chillidos del viento ni el abrazo del sol, aquel que erigió un mar de lanzas y escombros para inmolarse en él.
No es justo, lo sé.
Yo solo quiero mi puto café.
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