Siempre que conseguía escaparme de la hacienda, tenía que atravesar el bosque cambiante. En ese momento era gris, y el suelo era una mezcla entre hojas secas y tierra mojada. Otros niños quedan atrapados en el mejunje y chillan hasta que su madre, su padre u otro niño, quizá no tan torpe, les ayuda a liberar sus pies de la húmeda trampa.
Si alguna vez me ocurriese a mí, sería mi fin. Si me viesen Ms. Peter o Mr. Abigail —o, aún peor, si me viese Padre— atravesar la línea de abedules, no me dejarían volver a salir a explorar nunca más. Escucharía: «la familia Aburrhausse está muy decepcionada con el pequeño Gab», y mi vida se vería reducida a bajar al ala central a saludar a sus pomposos y estirados invitados, hacerles la mejor reverencia que verán en toda la isla y volver aprisa para no perder tiempo de mis estudios. Sería muchísimo peor que la cárcel… allí por los menos haces amigos; o incluso que la muerte, que solo hiere a quien deja atrás. Sería como estar muerto y vivo a la vez, y no se me ocurre un destino peor. Aunque siento cómo el padre Avelino me mira con desaprobación desde el agujero de ese abedul por siquiera pensarlo.
Los abedules no son de fiar. Me recuerdan a Padre: altos, siempre vestidos de azul y con semblante serio y gris, como si estuviesen a punto de convertirse en piedra. Siempre los atravieso en menos tiempo de lo que tarda en caer una hoja desde la copa de un pino al suelo musgoso.
Cuando llego a apoyarme en el primer castaño, me fijo en las dos ardillas que hay mirándome a contraluz desde dos ramas hermanas. Fenrih, gris como un cenicero, y Luh, naranja como su precursor. Es en ese instante cuando el paseo a la playa se convierte en una lucha por la gloria. Cuando los claros de luz, la rugosidad de las cortezas o lo delicados que puedan ser los sombreros de las setas se convierten en algo insignificante como una hormiga exploradora. Pasan a ser colores pardos que se confunden entre sí, como el pelaje de una bestia que solo existe en los cuentos. No va a distraerme de la luz blanquecina que se cuela entre los límites de los robles, igual que se cuelan los cangrejos pendiendo su vida del acero, o igual que se cuela el aire al invadir mis pulmones de un aroma a sal.
¡Un salto, dos, tres! Me cuelgo y me dejo caer de cara sobre la arena; todo sea por vencer a esas ratas de rama. No es que las odie, ni que sea competitivo, pero siempre tienen el ojo avizor y una sonrisa preparada para cuando me pillan dándole filet mignon a Napoleón VII, el perro guardián. Napoleón es un buen perro: no se separa de las cercas jamás y cada vez que tiene oportunidad ladra a cualquier inconsciente que se le acerque. Padre dice que es el mejor portero en la historia de los Aburrhausse. A su vez, por contra, es incapaz de darle alguna muestra de cariño, ya sea en forma de filete o unas palabras dulces por lo menos. Mi cuerpo se tensa y se llena de calor solo de pensarlo.
El viento azul me calma; devora mis pensamientos al pasar y rozarme el rostro. Mis pupilas, mis mejillas y la punta de mi nariz están frías, pero algo en mi pecho permanece incandescente conforme pasan los segundos.
Te busco como los cuervos asustados buscan las semillas de calabaza bajo la artificial mirada del espantapájaros: con ilusión y terror a partes iguales. Una vela blanca atada a madera de olmo hace de estrella fugaz para poder encontrar a mis Fobos y Deimos, que son mis dos puntos grises brillantes en el horizonte azul, libres del resto de órbitas y del colorido reflejo de los astros. Mi semblante, serio como el de quien contempla un mar de nubes, queda atravesado al armonizarse sus órbitas y quebrar mi entereza.
Imagino tu voz como la plata al sol: brillante, capaz de ocupar toda la habitación sin destellar ni llamar tu atención. Mi brazo decide alzarse y zarandearse, ilusionado por ser reconocido. Al mismo tiempo, noto la voz de Ms. Peter susurrando que así no es como los caballeros saludan, y que si estoy olvidando nuestras clases de cortesía. Desaparece con la velocidad con la que imitas mi gesto e irradias tus ondas de simpatía hasta las dunas a mis espaldas. Creo advertir una sonrisa y unas trenzas cobrizas, enlazadas con la forma del trigo, bailando mientras reflejan los rayos del sol. Me pregunto si olerás como el mar, como millas de vida contenida esperando a ser descubierta. Escucho la campana del barco y cómo el faro le contesta; es ensordecedor, pero muchísimo más bello que cualquier ópera o concierto a cuatro cuerdas.
Es el mejor momento del día.
El velero se marcha con el sol y yo no quiero dar la vuelta. Solo me esperan miradas serias, perros atados y habitaciones vacías. Sueño con el lino que te viste, con las playas que podemos descubrir y con añorar las moras. No quiero volver a casa.
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