Una de esas mañanas de cuarentena donde ya no sabes qué otra receta intentar y quieres hacer algo arriesgado
—Chicas, ¿vamos a Mercadona a las 5? —solté impaciente.
—Oh wow, that’s gonna be an adventure. Pero, Mariana, solo permiten salir a una persona del hogar. —soltó Lena feliz por salir, pero con miedo a ser pilladas.
—Na, solo tenemos que actuar como si no nos conociéramos y mantener tres pies de distancia.
Sencillo, si mantenemos tres pies de distancia, nadie notará que vivimos juntas. Somos cuatro chicas contemporáneas e internacionales que no conocen sus nombres ni su té favorito. Es el plan perfecto.
Tal como lo planificamos, a las 17 horas ya estábamos todas listas para salir. Con pasmina cubriendo nariz y boca, vitamina C en el sistema y un nudo en la garganta, bajamos ansiosas las escaleras y, como buenas compañeras de piso, nos dirigimos hacia el súper.
Corríamos como pájaros a punto de despegar y cantando letras de libertad que resonaban en los balcones de nuestras amigas del otro lado de la calle. Ellas nos gritaban «¡Sois libres!». A lo que respondimos «¡Sí! Pero mantenemos distancia», por eso de contrarrestar nuestra negligencia. Esa fue la conversación más larga que habíamos tenido con alguien fuera de nuestro círculo.
—¡Hoy vas a ser la mujer que te dé la gana de ser! —gritábamos a los cuatro vientos como las temerarias féminas alfa que somos.
Invencibles, pero no estúpidas, cortamos el chistecito al llegar a la zona de guerra: una calle más concurrida y cundida de policías. Por ahora vamos muy firmes, de momento todas eran las mejores actrices, menos yo. Con mucha vergüenza acepto que yo fui la que se metió tanto en el papel de «no estoy haciendo nada ilegal así que actuaré lo más natural posible».
La primera acción mortal de mi personaje fue guiñarle un ojo coquetamente a Esther desde afuera de la tienda mientras el guardia me ponía los guantes higiénicos.
—Os advierto que no debéis estar juntas en la tienda, hace un rato entró la policía y arrestó a una pareja que andaba junta —dijo amenazándonos y con tono trágico al ver toda la escena.
—No se preocupe, soy muy consciente de que no nos debemos pegar —le contesté en paz.
Con aire de «yo no fui» entraba tranquilamente. Esther y yo discutíamos a distancia sobre el vino adecuado para esa noche, debatíamos qué croissants se ven reales y cuáles son una falta de respeto hacia la cocina francesa. Kim y Lena mantenían un ritmo impecable, por ellas ni se preocupen.
Después de un recorrido triple de Mercadonna, Esther y yo perdimos el juicio tras no encontrar carne molida, ni en lata, ni en caja, ni fresca… ¡Cero! No nos quedaba más remedio que quejarnos sobre tal atrocidad, segunda acción mortal porque la carnicera se lo tomó como algo personal:
—Si las vuelvo a ver en el mismo pasillo, os juro que llamo a la policia.
—¡Pero si estamos manteniendo distancia! —le contesté. Pero ni pa trás ni pa lante, transaba la señora.
—No me importa, os conocéis y solamente es una persona fuera de casa.
No sabía la seriedad de esa regla hasta este momento. ¿Qué le aseguraba a ella que vivíamos juntas? Fácilmente podía ser una amiga que me encontré y también buscaba carne molida… Pero este argumento no me bastaba para despreocuparme. En un microsegundo nos separamos y el resto de la conversación era con la pobre señal de WhatsApp, tratando de explicarle a Esther la gravedad del asunto.
Conversación de WhatsApp
Mariana: me regañaron
Mariana: es una persona por familia
Esther: Tengo la carne.
Había una simple acción que salvaría la obra, nos separamos drásticamente e hicimos nuestras respectivas compras sin volvernos a hablar. Para eso yo debía tener algún método de pago… Hubiera sido la idea, si no me hubieran robado la wallette en París hacía un mes…
Mariana: no tengo dinero para pagar sin ti
Mariana: no hay setas
Mariana: no podemos estar en el mismo pasillo
Y ningún mensaje le llegaba a Esther, me consumía el miedo de que me topara con ella y me hablara como si nada, pero peor era el miedo de que nos cachara un empleado en ese preciso momento. Me quedé petrificada mirando las nueces y esperando señal de vida de Esther. Cargaba un bolso lleno hasta el tope y cuatro euros en la cartera.
Esther: Toma las papas y cuando termines déjame el bolso para pagarlo.
Mariana: ¿en dónde te veo?
Mariana: ¿dónde dejo la bolsa?
Mariana: Estheeeer
Esther: déjalo al lado de las bananas
Mariana: no, no eso está muy cerca de los cajeros.
Mariana: Vamos a los cereales, ahí no hay cámaras.
Petrificada, esta vez frente a la cerveza y esperando contestación, sentí el celaje de Esther como la luz al final del túnel. En su flow de típica parisina, me señala el pasillo de los cereales con la cabeza. Con la frente en alto, en cuatro segundos exactamente, completábamos el intercambio ilegal. Me sentía tan malota… Pagué las papas con mis cuatro euros y Esther pagó el resto.
Esther: Estoy afuera
Esther: y nerviosa
Esther: ¿Tienes efectivo?
Esther: Para las papas.
Moraleja: Tengo que aprender a controlar mis impulsos de coqueteo en público… O al menos, limitarlos frente a un guardia español, tomando muy en serio la soledad obligatoria durante la pandemia.