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Mundo interno

Autor: Albert Limón
Correctora: Laura De Buen Visús

Hace un par de días andaba escribiendo un poema titulado Hogar, en el que reflexionaba sobre qué es mi ser comprendido como la unidad de carne, de química y de pensamientos. Por querer seguir la línea temática del espacio íntimo, me costaba encontrar palabras, declaraciones o versos con los que definir qué siento y qué entiendo como intimidad.

¿La intimidad es mi cuarto o mi cama, los cuales cambian cada dos estaciones? ¿O es ese recóndito lugar dentro del pensamiento que no compartimos con apenas nadie, ni siquiera con nuestro yo consciente? La verdad es que no tengo ni idea.

La identidad la podría definir desde un punto de vista propio, vale. Pero la intimidad necesita una perspectiva externa; aunque fuera propia, habría de verse desde fuera.

No sé hacia dónde me mueven estas líneas, porque todas las anteriores temáticas han sido algo que tenía lo suficientemente claro como para poder darle un formato lírico o ensayístico. Pero hoy aquí ando, sin candil entre las tinieblas.

Hace demasiado tiempo que no comparto intimidad con nadie, como quien se acaba desesperando al intentar escribir nuevas historias. Y mi concepto de intimidad se ha convertido, al final, en una coraza que impide formar y trabajar relaciones sólidas y no evasivas. Podría lanzarme halagos, llamarme social butterfly y predicar mil axiomas sobre el amor libre y desapegado, pero también puedo sintetizarlo en tres palabras: miedo al compromiso.

Miedo al desnudo, tanto físico como emocional. Complejos, inseguridades… Entiendo que expresar la vulnerabilidad es una fortaleza, pero no soy una persona triste o alguien quejoso con una nube negra encima siempre diluviando. Prefiero socializar para pasar un buen rato y evadirme del sufrimiento que la vida conlleva. 

Ya hay que ser desgraciado para pensar que la vida es solo sufrimiento. El sufrimiento es un dolor enquistado que nos impide seguir avanzando. Detiene nuestro avance, pero no el metrónomo de la vida. Cada latido más es uno menos. Por eso, muchas veces callo mis pensamientos y canto o bailo al son que mis oídos perciben.

Un pensamiento es un concepto fugaz, una brizna de aire. Las palabras son la fijación de ese pensamiento en el mundo material en el que existimos; un recuerdo de aquellas leyes que quisieron dejar como legado aquellos que tallaron la piedra roseta.

Pero con la música es diferente. Hay algo en la universalidad de la música y en el movimiento, algo que el lenguaje verbal no puede expresar debido a su limitada capacidad para tener un sentido propio e incluso independiente del contexto o el lenguaje corporal. La música es una fluctuación, una reminiscencia del comienzo del universo, de la vida, del movimiento.

Quizás por eso sea mi tipo de intimidad favorita para compartir, ya sea conmigo mismo o con los demás. Me permite expresar más diciendo menos. Y creo que ese es el objetivo de toda comunicación.

Hace unos años, la ultraderecha entró con fuerza en la escena política andaluza y mi respuesta fue hacer calle y luego hacer de cronista de esa pequeña pero justa resistencia. Poco después, escuché un beat que transmitía exactamente lo que sentía y ponerle palabras fue coser y cantar. Sin embargo, apenas lo he compartido con nadie. A día de hoy, no me arrepiento de haber escrito eso; sigo sintiéndome orgulloso, pero es algo que no me sale compartir de manera natural.

Lo mismo con Camelia y la soledad. Autoedité e imprimí una primera tirada de veinte ejemplares el «último» día que iba a pasar en España, y se vendieron aquella misma noche. Desde entonces, apenas les he vuelto a hacer publicidad y solo he imprimido un par de tiradas más para venderlas tímidamente en eventos o recitales.

Empecé a exponerme en escenarios gracias a mi amiga y excompi de piso Jazz, en La Tertulia. Era mi manera de superar mi pudor y de compartir cosas que hasta entonces solo había compartido con una única persona. Subía, recitaba sin siquiera presentarme, bajaba y me camuflaba en la muchedumbre o me marchaba sin despedirme.

La soledad impuesta es un mojón. En inglés, creo que gracias ar Chéspir (Shakespeare), comenzaron a diferenciar entre solitude, estar solo, y loneliness, sentirse solo. Mucho antes, Séneca formuló una declaración similar: «la soledad no es estar solo, es estar vacío». Ahora, la soledad no me viene impuesta por derecho, sino que la elijo; quizás porque, hasta un punto, me asusta que la sociedad penetre en mi intimidad.

Sigo siendo un veleta, alguien que no se sienta y va de un grupo a otro sintiéndose cómodo en casi cualquier contexto social, pero me apego lo justísimo para poder seguir yéndome cuando quiera sin despedirme. Lo más íntimo que comparto con otras personas son mis conversaciones con Paloma (mi guitarra). 

Llevo muchos años presentándome con mi apellido porque no me apetece que la gente conozca mi nombre, aunque eso está cambiando con el tiempo. De nuevo, ¿miedo al compromiso de que alguien me llame por mi nombre? Ay, déjame un ratico en paz, autocrítica.

Si para algo sirve toda esta verborrea es para poder compartir todo esto que me pasa por la cabeza hasta trastocarme emociones y/o dejar mi cacho de carne en los huesos. Compartir estas intimidades con quienquiera que lo quiera leer me libera de ellas.

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