Despierto cuando el sol, a media mañana, entra por la ventana de mi minúsculo dormitorio. A mi lado, veo el móvil. Aunque siento el ciego impulso de cogerlo, desvío mi atención al cenicero con un cigarro a medias, sobrante de la noche de ayer.
Me incorporo para coger más perspectiva y buscar el mechero, que no puede andar muy lejos. Tras encender el cigarro, abro la ventana y echo el humo fuera, contemplando el limonero que hay al otro lado de las rejas.
Cuando la combustión hace su trabajo, ya estoy situado en el hoy. Me pongo unas bermudas de chándal y sigo un rastro de olor a café hasta la cocina. Es entonces cuando miro el móvil.
Actualizaciones de redes, correos, mensajes directos, reuniones y peticiones, pero ningún agradecimiento en forma de corazón. El café evoca un olor a jungla, a sur… Y este despierta varias redes sinápticas dentro de mi procesador central.
Sobreestimulado, enciendo la pantalla del ordenador. La CPU lleva toda la noche compilando un nuevo programa que tendría que haber dejado listo hace unos días. Lleva un 73% y todavía le quedarían un par de horas —según el tiempo estimado— para finalizar.
Como no quiero consumir recursos de ese ordenador (no vaya a ser que la compilación se interrumpa o falle a estas alturas), enciendo también mi tablet, que emula Linux y que me permite trabajar en paralelo con el ordenador. Mientras me tomo el café, ordeno pensamientos y tareas en el gestor del dispositivo y les asigno prioridades. Al acabar la organización del día, me distraigo por un instante mirando una pared blanca detrás de un seto, al otro lado de la ventana.
La prioridad, ahora mismo, es pagar el techo que cubre mi cabeza. Un viejo contacto en política para el que trabajé en su momento me ha ofrecido un trabajo muy simple y bien remunerado: un phishing que infiltrar a un exsocio suyo para desvelar sus trapos sucios y sacarlo del juego.
Para otras personas, podría suponer un conflicto ético irresoluble, pero yo no tengo problema en asignar unos valores a una escala moral y hacer un balance matemático. El resultado es objetivamente positivo, por lo que me siento frente al ordenador y me dispongo a programar el código. Es tan arcaico que pocos firewalls actualizados lo reconocerían. Básicamente, recoge todo el input y lo exporta en un documento .html, enviándolo a un webmail al que accedo con un proxy.
Justo, he acabado de ver sus performances en público. Tiene una alta tendencia a esconder su sonrisa, por miedo a exponer su caótica dentadura en público. Programo una guía de Veintiún días para irradiar con tu sonrisa en .pdf. Este archivo lleva oculto el código del virus.
En dos horas y veintitrés minutos tengo acceso a su correo. Mientras, aproveché para guisar una pechuga de pollo, deshilacharla y mezclar el resultado con guacamole casero. Por otro lado, con harina de millo y agua, amasé unas arepas del tamaño de la palma de mi mano para seguidamente freírlas en aceite a alta temperatura y ahuecar un orificio que rellenar con la mezcla de pollo y guacamole. Disfruto de la producción mientras contemplo los resultados del phishing.
«francastillo@webmail.gov♂voyaganarestejuego69». La más heterobásica combinación de números con la que completar el mínimo requerimiento básico de una contraseña mínimamente compleja. Seguramente, lo añadiera tras un primer intento frustrado de crear su contraseña. ¿Leería acaso los requerimientos?
Mi vista distraída estaba fijada en un limón lo suficientemente maduro como para caerse de la rama. Debería recogerlo antes de que gravite en contra del suelo. Volviendo al hilo, tengo lo que quería. No me interesa absolutamente nada lo que pueda aprender de esta presa. Ni entro en su correo, ni en su móvil o en sus redes. No lo necesito, no lo quiero. Doy acceso al webmail a mi empleador y le advierto sobre la necesidad del proxy.
Miro por la ventana. El limonero, el seto, la pared. Hace tiempo, creía más fervientemente en la lucha. Una posibilidad de demoler los pilares podridos de la sociedad y construir un nuevo templo desde los escombros. Pero solo entiendo el lenguaje… y tengo que ganarme el techo.
He trabajado para monstruos que devoran los verdes retoños con narrativas de odio que silencian a la juventud. Para viejos patriarcas que continúan gobernando desde su trono de impunidad. Para demonios invisibles, colectivos; la mente colmena de trajes y corbatas.
Pero también les he atacado desde la frontal en su patético juego de ajedrez. He devorado entidades infinitas con pulsos infinitésimos. Cada palabra que escribo es una semilla que echo a la tierra, cada construcción sintáctica es tallo por el que fluye la salvia. Cada palabra mía que afecta al telar del cosmos es una floración.
He trabajado para mí mismo también. Miro el ordenador de sobremesa y el programa está compilado.
Sonrío orgulloso. Cuando lo ejecute, todos los dispositivos electrónicos en las calles circundantes al edificio del gobierno central colapsarán, emitiendo una sinfonía de pulsaciones electromagnéticas de tal magnitud que provocará un apagón general en las infraestructuras de los tiranos. Hago balance y ejecuto.
Voy a salir de aquí a recoger ese limón ahora, no vaya a ser que vuelva a hacer guacamole casero próximamente.
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