Nunca me sentí parte de una competición, aunque la vida misma me educara en ella. Aún recuerdo mi primerísima partida al parchís, en mi tierna infancia, cuando arreboleé el tablero al ser consciente de que no iba a ganar. Era incapaz de concebir una derrota entre iguales.
Desde entonces, esa sombra me ha perseguido hasta hoy mismo. Para mi fortuna, ahora soy consciente de que, quizás, uno no se puede deshacer de algo que le pertenece, aunque no sea por elección. Pero, conociendo las normas, se puede jugar y hasta hacer trampa.
A menudo, la vida me parece una carrera con una meta común que creemos individual. Observamos a los demás y nos comparamos con ellos: «¡Cuánto ha corrido Jaimito, que a mi edad tiene un sueldo estable, pareja y esta planteándose adquirir una propiedad! En cambio, aquí estoy yo: cargando cajas, entregando repartos, malvendiendo mi obra y mi plusvalía… Ojalá pudiera llegar a fin de mes».
Un mal juicio sobre la otredad nos destruye. Nos hace creer que nos ponemos por encima o por debajo de nuestros semejantes, tejiendo así un entramado de relaciones de poder que resultan en insatisfacción mutua. ¿Será que las personas somos seres envidiosos, o que nos han enseñado a serlo?
Educación, televisión, instituciones… Ciudadanos de primera o segunda según el rol que desempeñen, porque así lleva siendo toda la vida, ¿no?
Me repugna esa visión. Quizás mis valores sean diferentes, pero… ¿nos damos cuenta de a dónde nos han llevado estos otros valores adquiridos? Al planeta le quedan dos tientos, el minutero del reloj del apocalipsis se acerca raudo y veloz a la media noche. Y seguramente sea culpa de quienes vinieron antes que nosotros el hecho de que esto sea así, pero es nuestra responsabilidad destruir estos dogmas.
The Sandman me ha enseñado que la destrucción es buena. Siempre implica cambio. Pero la destrucción desde el odio no lleva a buenos puertos; a las pruebas me remito. Digamos «destrucción» desde el amor, destrucción de patrones, de actitudes y de tabúes. Destrucción de lo que nos vino dado para crearnos, en base a lo que anhelamos ser.
Creo —o quiero creer— que reside un ruido en lo más profundo del sueño de cada persona. Un augurio de un presente más justo y un futuro mejor. Creo porque lo he visto con estos ojos míos. Quiero creer porque no nos queda otra.
Todas conocemos las normas de este parchís. Vamos a subvertirlas y a hacer de este un juego cooperativo, donde si nos esforzamos acabemos ganando todas. Aunque haya que hacer trampa.
Deja un comentario