Seguramente te suene el término posmodernidad, y quiero partir de esta base para llegar al meollo de mi planteamiento. En esta era posmoderna, las corrientes teóricas tienden a la deconstrucción y al posestructuralismo como respuesta a las problemáticas que acarreamos actualmente. Pues bien, las acciones que alimentan la sociedad de consumo —el individualismo o yoísmo y la falta de memoria histórica, entre otras cosas— encuentran una reacción que fractura el orden sistémico por considerarse insostenible. Esta reacción también sugiere una mayor conciencia en torno a quiénes somos como agentes sociales y desde dónde partimos para articular nuevos modelos de sociedad.
Esto ha dado paso a lo que se conoce como wokismo, que sugiere que nos demos cuenta de las desigualdades latentes a nuestro alrededor. El wokismo ha sido adoptado por el discurso progresista para emitir juicios de valor con respecto a lo que es justo o no, lo que debería transformarse o no y lo que es políticamente correcto o no. Por lo tanto, ¿qué es el wokismo y qué significa ser una persona socialmente concienciada?
El wokismo está suscrito a las políticas identitarias. Es decir, el wokismo está suscrito a identidades asociadas tradicionalmente a colectivos minorizados y que atraviesan diversas opresiones. A ello, se le suma la clásica lucha de clases. Esto, finalmente, se ha ido extrapolando a las instituciones y a la política como herramienta que lleva aparejada el consiguiente rédito electoral.
Hemos dejado las manifestaciones a pie de calle para fechas señaladas. Se ha optado por aumentar las formaciones y talleres. Así pues, las redes sociales juegan un papel clave en el desarrollo del activismo woke (wokismo), porque permite llegar a muchísimas más personas. Abres Instagram y te encuentras cuentas de creadores de contenido que se dedican a la divulgación de información (contrastada o no), con el objetivo de cultivar la conciencia sobre temas como feminismo, antirracismo, antiespecismo, LGBTQ+, salud mental, etc. Abres Tiktok y puede que llegues a ese nicho en el que te encuentras contenido parecido. Entras a Twitter —el campo de batalla por excelencia—, donde los debates no se centran en el diálogo desde los límites del respeto mutuo sino desde el posicionamiento inmediato y la búsqueda de la razón absoluta.
Llegados a este punto, abro un pequeño paréntesis para cuestionar la forma en la que se suele transmitir el mensaje: desde un imperativo. Desde una exigencia de redimirse hacia el lado correcto de la historia. Lejos de incentivar al «despertar social», incita a que aquellas personas con muy pocas nociones sobre estos debates en el seno de la izquierda se desvinculen por lo altamente criticable que ha resultado esa nueva «evangelización» del conocimiento social, donde se reproducen los mensajes aún sin digerir. Esto puede denominarse como el hiperconsumo de la información que intenta concienciar utilizando las mismas lógicas capitalistas.
No pongo en duda el método como tal sino, como comentaba antes, el lenguaje imperativo. Desde la rama de las personas que poco se relacionan con las políticas identitarias, la concepción de la cultura woke ha sido catalogada de hipersensible, victimista, resentida con el sistema y autoritarista en cuanto a juicios morales. Si bien razón no les falta, creo que nos hemos desviado del objetivo. La finalidad era desarrollar un modelo social que pusiera el foco en las personas atravesadas por múltiples ejes de desigualdad. Y, conjuntamente, atacar esos ejes desde la voluntariedad de formar parte de esa transformación. Eso sí, partiendo de la base de que los derechos no se debaten. Más bien, se debaten las formulaciones estratégicas para crear un abanico de oportunidades para colectivos sociológicamente relegados a un segundo plano.
Detengámonos un poco a pensar en que el activismo es, en esencia, una tarea extracurricular, voluntaria, no remunerada e infravalorada. Muchas veces requiere formación e investigación, y se basa en una constante contraposición a los sistemas de opresión que son la base de todo lo que conocemos. Incluso si puedes desarrollar una carrera profesional, manteniendo la óptica aprendida desde el activismo, es una elección constante y subjetiva de mantenerte en una línea de acción que te permita estar en armonía con tus convicciones.
Dicho esto, introduzco el término de «activismo de la vigilancia». Tanto personas que no comulgan con estos planteamientos teóricos como personas que interactúan en esta franja ideológica pueden ser propensas a la cultura de la cancelación. Esto significa que desde el wokismo o movimiento woke se ha creado (aun sin pretenderlo) la policía del activismo. Esta intenta cambiar el sentido del pensamiento tradicionalmente capitalista, patriarcal, racista y un largo etcétera para dar cabida a una sociedad más justa y equitativa.
Lo que resulta paradójico es que ese activismo vigilante nace de una buena intención, pero termina otorgando estrellitas a quien más deconstruido esté. Parece ser que la finalidad es ser personas transgresivas andantes en todos los sentidos. Y ya no solo a nivel de persona que es consciente de sus privilegios con respecto a otras, sino que, incluso teniendo identidades subalternas, el ejercicio de perfeccionar el despertar de conciencia es mucho más riguroso e incisivo. Por ejemplo, no ser lo suficientemente antirracista por llevar el pelo afro alisado. O no ser lo suficientemente feminista por ser abolicionista transinclusiva. Y así, por el estilo.
Esos ejemplos no son comparables entre sí; lo que los une es la actitud vigilante. Para las mujeres negras y mestizas, el deshacerse del racismo interiorizado es pasar por todo un proceso. Desde saber que la estructura racial hace que haya reticencias con llevar nuestro pelo afro natural, hasta el acto de «liberación» donde dejamos de aplicarnos cualquier producto alisador, extensiones o pelucas, y aprendemos a cuidar nuestro tipo de pelo. Esa transición dura todo lo que puede demorarse aquella persona en romper las imposiciones de la estética predominante. En consecuencia, las presiones sobran. En palabras de Emma Dabiri, «los espacios aparentemente contradictorios, que todas nosotras podemos estar ocupando al mismo tiempo, no tienen por qué estar en oposición, ni tampoco han de ajustarse a las imágenes limitadas (y limitantes) que alguien tenga sobre quién o qué podemos ser» ⁽¹⁾.
Por otra parte, entre los posicionamientos habidos y por haber dentro de los feminismos cabe mencionar dos. El abolicionista (de la prostitución), con argumentos que ya rozan la transfobia y la islamofobia. O el regulacionista (de la prostitución), que sitúa el intercambio sexual como un derecho. Son temas que se deben tratar de la forma más sensitiva posible, desde luego, pero no desde el enfrentamiento. ¿Qué relación tiene la identidad de género con el sistema prostitucional? Cosa distinta es que, desde el feminismo radical, abolir el género siga siendo una encrucijada aparejada al binarismo, con estrechas miras y con fuertes reticencias hacia las mujeres trans y las personas no binarias.
Puede que en la mayoría de discursos abolicionistas (de la prostitución y del género) se aprecien claros prejuicios hacia lo queer. Aun así, eso no significa que la única opción sea elegir bando en un enfrentamiento de regulacionistas queer vs. abolicionistas antitrans. Esto que deriva en dos frentes abiertos por intentar recrear a la activista perfecta y a su antítesis. Ojo al dato, antes de repartir o quitar carnés, en los debates polarizados también hay una escala de grises.
En definitiva, esto da paso a la tensión dentro de ese activismo de la vigilancia para, así, conseguir representar una figura subversiva de todas las causas en un sistema que nunca las ha acogido como opción predeterminada. El activismo es una tarea de introspección constante. Y ya es lo suficientemente ardua como para, encima, sumarle el hostigamiento dentro de los espacios creados para esas deconstrucciones y reconstrucciones que perseguimos.
⁽¹⁾ Dabiri, Emma. (2023). No me toques el pelo. Ed. Capitán Swing.
Deja un comentario