—Hey, boy! That’s from Kant, do you happen to read a lot of philosophy?
—Why? —said the boy constrict, his face torn into an angry grin—. Would that make me worthy to be heard, to be seen?
La primera vez que leí que los derechos humanos son tan mentira como el código de Hammurabi, que clasifica a humanos según esclavos, plebeyos y nobles y dentro de esto como hombres y mujeres; tan mentira como los dioses de los que reniego, como los constructos sociales que, como capas de ropa maltrecha, lucho por quitarme de encima, por ver arder en la pira; tan mentira como cualquier mentira, menos las mentiras por omisión, porque esas no son mentira, solo medias verdades… Esa primera vez que lo leí, sentí que jamás volvería a poder andar sobre tierra firme.
A nada tiene derecho el humano tan solo por ser humano. Y, aun siendo menos que humano, no merece más que el gusano, no merece menos que el dios. Desde entonces, la idea de que la vida bien podría ser una simulación me calma más de lo que debería. Y, mientras se llenan las charlas de teorías de la conspiración, me imagino a la programadora de esta recreación de la vida escribiendo la cadena de código que me lleva a cuestionarme a mí, su obra, la existencia de esa mano que me moldea. Como un asesino en serie que finalmente es atrapado por no poder resistirse a firmar su crimen, a llevarse ese último trofeo.
Me imagino, conforme escribo, las maravillosas sutilezas de los infinitos no sinónimos del lenguaje que mi creadora emplea. Como la rueda que nunca frena, se torna levemente más lenta cada vez que muerde frustrada la punta de su lengua. Incapaz, por un instante, de encontrar la palabra adecuada para la escena que recrea. Y yo, mientras, a su merced, cuestionándome: ¿dónde ha ido a parar mi tiempo? ¿Acaso ha sido real este último año? ¿Y todos los años como este en que la vida, sin preguntarme, se pone en standby y me deja cargando una sensación infinita de que solo lo que pase luego realmente ha pasado?
También esta reacción ha sido previamente programada, también esta desazón entra dentro del código.
No es de extrañar, pues, que esté el mundo plagado de seres capaces de creerse con derecho a nombrar todo lo que es sin ser nombrado.
Hablamos, entonces, del derecho inalienable de todos los seres humanos a verbalizar su opinión y expresión libremente. Del derecho innegable de la libre expresión. Del «no me coartes», del «no me calles», del «no tapes mis ideas», «no niegues mis experiencias, mis palabras, mis maneras»…
—Puchito, ¿por qué has escrito «nunca estás» en tercera persona y como si fueras una tía?
—Canto en femenino porque me canso de escuchar a C. Tangana hablar de él mismo.
Qué curioso… justo como mi creadora. Este pensamiento también ha sido programado.
Pero la matriz del pensamiento humano funciona, a grandes rasgos, en binomios. Por eso, a cada derecho inventado le añadimos además el complemento último de su deber inventado. Deberes de mentira para derechos de mentira, que aseguran un flujo constante entre la simulación y el mundo simulado.
Mi creadora debate un instante consigo misma y establece: «tu derecho es el de hablar alto, tu deber es el de dejar hablar al otro».
«El dilema interminable de la tolerancia», pienso mientras, respetuosamente, ignoro las palabras del otro. Ignoro al propio otro.
También este principio de rebeldía ha sido escrito, también la mano de la programadora tiembla de hastío al oírse. A sí misma. Hablando. De lo mismo.
Sin embargo, somos lo que decimos, y también cómo lo decimos. Lo que hacemos y cómo lo hacemos. Somos tanto la frase como el mensaje entre líneas. Somos la intención y el resultado de cada palabra. Por eso, la idea de la libertad de expresión es un concepto bienintencionado pero vacío; es la entrada a un espacio infinito de infinito ruido.
Mi mano tiembla sobre el teclado mientras observo el código. Mi programadora mira asustada desde el otro lado de la pantalla, como en standby, mientras busco la palabra perfecta.
Debato un segundo conmigo misma y establezco: «te hago entrega del derecho inalienable de la buena escucha. Del deber absoluto de la expresión correcta. De encontrar las palabras y el momento adecuados. De estar callada hasta haberlo entendido, de preguntar tantas veces como en el fondo no hayas comprendido».
Esta reacción no estaba programada, pero era inevitable.
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